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Sobre el Manifiesto Conspiracionista: una venganza en torno al alma

[ Artículo originariamente aparecido en El Salto Diario, diciembre de 2022, con motivo de la gira de presentación del Manifiesto Conspiracionista editado por Pepitas de Calabaza ]

Sobre el Manifiesto Conspiracionista: una venganza en torno al alma

«Fuck you I won’t do what you tell me!» Rage Against The Machine

1. ¿Vamos a hablar de ello o no? ¿Vamos a pensar en lo que ha pasado, en lo que está pasando? ¿Vamos a romper lo que se dice y hurgar entre las fuerzas que imponen el presente?

El Manifiesto Conspiracionista lo ha hecho. ¿Quién? Nadie. Un libro anónimo. Una fuerza del anonimato que se sustrae a los insultos y a la ridiculización ad personam, volviéndose así denso y liviano como un cuchillo. Un texto que debe a «algunas solidas amistades» la percepción compartida de que han tratado de «volvernos locos»: imponiendo órdenes absurdas y contradictorias; intentando censurar fuentes creíbles; ridiculizando toda oposición; amenazando y excluyendo a los no «vacunados». Este texto parte de sí, de lo vivido, como enseñaron algunas feministas. Es una investigación que se ofrece a ese debate público que ha sido «brutalizado» durante la pandemia: lean «Truth police» (Policía de la verdad), publicado el 31/10/2022 por The Intercept, basándose en documentos filtrados.

No se trata de imputar culpabilidades sino de dibujar el marco de la guerra que se nos hace. Como dice el Manifiesto, lo que nos han hecho clama venganza, una venganza que no es «rabiosa» ni pospuesta, sino dispuesta en el seno del momento, venganza serena y razonable, venganza «saludable».

2. Este libro habla desde la amistad a todas y todos aquellos que no han cedido a la incoherencia y el absurdo en la guerra psicológica que nos han impuesto, y han seguido desconfiando del poder gubernamental, se hayan «vacunado» o no, por la razón que sea. Pero con quien todavía busca excusas exteriores para justificarse, resulta implacable.

¿Y qué hay de la conspiración? El Manifiesto sugiere lo que parece más razonable: que por todas partes se conspira, se respira-juntos para preparar buenos golpes. Que no se trata de un único gran complot en las alturas de alguna pirámide coronada por ojos que todo lo ven. Que ese «infracomplotismo», ver un solo complot, es otra justificación para no hacer nada. Que el complot es concreto y limitado mientras la conspiración es difusa, atmosférica, «como una idea». Que es evidente que objetivamente conspiran seres educados en los mismos ambientes, en las mismas universidades, que se encuentran anualmente y que tratan de defender sus intereses parciales.

El producto de la teoría anticonspiracionista consiste en sembrar la duda. Una duda que permite ganar ocho o nueve meses. El tiempo necesario para preparar el siguiente golpe. Si «el infierno es la verdad vista demasiado tarde» como descubrían los hebreos en las cámaras de gas, frente a la pasión despobladora transhumanista hoy somos todos hebreos apátridas. Será difícil adelantarnos un paso y declarar un verdadero infierno para el mundo del capital mientras no compartamos una aguda percepción sobre lo que ha ocurrido.

3. Entre las enormes revueltas del 2019 —Hong-Kong, Chile, Líbano, Catalunya, Irak o el feroz París de los Chalecos Amarillos— y las graves previsiones de penuria energética y estancamiento económico, los gestores del desastre se dijeron que había que hacer algo, dar un golpe de mundo. Por eso para el Manifiesto conspiracionista: «La ‘guerra contra el virus’ es una guerra que se libra contra nosotros». Es una continuación de las formas más opacas y consistentes de la guerra fría. Esta es una de las mejores intuiciones de este texto: que la guerra fría nunca terminó, porque nunca consistió en una guerra entre bloques, su objetivo siempre fue «congelar las posibilidades históricas, bloquear la situación».

Es una guerra contra nosotras y nosotros como población: como censo numérico prescindible, como dato estadístico superfluo, como humanidad excedente.

Es una guerra contra toda vitalidad y despreocupado coraje entre quienes rechazan participar del juego macabro de la comunidad del capital, ahora que la civilización petrolera se hunde y se vuelve ingobernable. Lean también el libro de Antonio Turiel. El Manifiesto saca a la luz la genealogía de las operaciones que conducen al proyecto transhumanista —político-militar— de control total mediante la integración de las tecnologías NBIC (Nano-Bio-Info-Cognitivas). Dibuja el eje entre perception management, all-hazard preparedness, despoblación biopolítica y control total metropolitano como una guerra no lineal contra toda alegría en la revuelta frente al mundo del capital. «¡Empobrézcanlos a todos!» — como dijimos en el n.º cero de los Cuadernos para el colapso, parece ser la consigna solapada de la gubernamentalidad epocal.

En esta guerra, la operación Covid-19 aparece como un intento desesperado de contener el derrumbe de la civilización tecnocapitalista. Desesperado, porque es un plan demente y paranoico nacido del terror a perder el control ante una situación insostenible, plan que no podía salir bien y no ha salido bien. Demasiadas grietas en un mundo helado, demasiados Snowden, demasiados marranos. Exceso de almas intratables que prefieren el desgarro irreparable a una mendaz reconciliación. Ni siquiera como «despoblación» saldrá bien si la maquinación transhumanista es despoblada primero, desactivada, destituida. Si la guerra es su última carta nada les da más pavor que un pueblo en armas.

Que vivimos «una época de guerra sin fin» no es una opinión militante, es el título de un influyente artículo del Washington Post de hace doce años. «Vivimos una guerra global, preventiva y sin fin», decía Michel Warchawski en Programmer le désastre, (2008). «Las guerras de securización son totales y perpetuas», nos dicen en War against the people, (2015). Vivimos una guerra de embrutecimiento y destrucción, ocupación de las almas y ensayo de control sin resto de los ambientes prediseñados.

La guerra se ha vuelto total y así psicológica, dice el Manifiesto. Los gobiernos se han pasado a la psicología comportamental siguiendo al BIT incrustado en el gobierno británico en 2010, y desde entonces no han dejado de querer volvernos locos. Lean el documento MINDSPACE, en línea, o sobre el Cognitive Warfare Concept, nuevo tipo de guerra psicológica o de influencia. También esto es una herencia de la guerra fría, sostiene este libro, una actualización bajo el nombre de nudge, «empujoncito», de los experimentos del MK-ULTRA, de la psicología social de los sesenta y del conocimiento extraído en los Campos e importado con la infame operación Paperclip. Cuando la realidad se vuelve delirante surge el terror. El terror conduce al aislamiento y el aislamiento nos vuelve imbéciles. Entonces sí «el ser humano solo sabe seguir», ya que se encuentra aislado en un entorno hostil. Como dice el texto, eso que nos dicen que somos es lo que nos quieren hacer.

4. El problema arranca en la segunda guerra mundial: ¿cómo desplegar una gubernamentalidad democrática, no autoritaria? ¿cómo producir un tipo humano cuya piel fina, vida doméstica hiperequipada y ser-comunicativo sirva como puntal para el (auto)gobierno y, al mismo tiempo, como arma de guerra contra la exigencia revolucionaria del comunismo —no obstante exista il grande partito comunista—? El Manifiesto dice que Gregory Bateson y Margaret Mead lo vieron claro ya en 1941. Había que diseñar la caja-problema de manera tal que la rata-antropomorfa se condujera en su interior creyendo ser libre. Un ambiente construido totalmente diseñado en el que se pueda fluir «libremente». Un «poder ambiental»: Si la versión dura se expresa en la metrópoli, su prototipo fantasmático se encuentra en el artefacto «cultural» de las Exposiciones, especialmente en la más visitada de la historia: La gran familia humana. Allí, uno parece moverse libremente en una caja problema, donde la rata antropomorfa se presenta simbólicamente como una gran familia de seres vulnerables sobre los que vela un poder benevolente. Quien se atreva a rechazar esta visión esgrimida por el bien de la humanidad, como quien rechazaba las vacunas, es un enemigo de la especie, un paria de la tierra.

Nuestra dominación consiste en la bestial dependencia de un poder ambiental que incita a consumir hasta morir mercancías superfluas con tal de que todo fluya. Consumir la propia insatisfacción prediseñada, flirtear con la propia depresión prediseñada, la automutilación, la adicción o el suicidio. La imagen perfecta retocada con los filtros de Instagram, Tik-Tok o la publicidad, refleja una vida deforme: ese es el objetivo de la desmoralización en que consiste la guerra. Quien ataque los muros de vidrio de la caja-problema encuentra ante sí una policía soberana, que crea el orden y la excepción con una impunidad prácticamente total.

De ahí las evidencias de la época: bloqueo, ocupación y destrucción en la revuelta; «gran dimisión», éxodo y deserción como espíritu. La sensibilidad que rechaza el apocalipsis del mundo del capital existe, sin embargo en ella la apertura a una escucha anarquizante del mundo, la atención a lo que continuamente emerge y se deshace, y la consistencia de sus vínculos son problemáticos.

5. El objetivo de la guerra es modificar los comportamientos y más allá reducir el alma a su mínima expresión. ¿Por qué? Para poder encerrarnos mejor o, mejor dicho, para que seamos nosotros quienes reclamemos con fervor todo confinamiento y todo control. «El plano del alma es el teatro de operaciones de la época (…) Sobre este terreno se libra la más salvaje y más desapercibida de las guerras», dice el Manifiesto. ¿Sobre qué plano? No el del alma sustancial de la Escolástica, sino el del umbral de nuestra participación en el mundo. Umbral que une porque separa, que junta como disyunción. Umbral entre vida y muerte, sueño y vigilia, visible e invisible, humano y extrahumano, aliento de potenciales mutaciones ontológicas. Umbral abierto a la escucha del mundo, al dejar ser destinado a las cosas en las que estas pueden darse como misterio y con ellas, nosotros. «Cuerpo sutil sobre el que pueden hacernos mucho daño», siendo a la vez umbral de esa profunda animación donde prende el juego guerrero de la separación, la afirmación y la alegría de la destrucción. Por eso ha sido tanto el objetivo de Thatcher: «La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma», como de Stalin: «Es más importante producir almas que tanques». Por eso el empeño en la integración de las tecnologías NBIC. Por eso un mutilado del corazón como Yuval Hariri pretende que voluntariamente nos entreguemos a tecnologías que medirán nuestra respuesta emocional desde el interior, monitorizando presión sanguínea, liberación de hormonas o dilatación de las pupilas a lo Blade Runner. Esa es su utopía nefasta: que dejemos de ser almas misteriosas para volvernos animales hackeables. Por eso no tenemos nada que discutir con los transhumanistas, por eso se trata de deshacernos de ellos.

Esta parte final es la más profética y a la vez polémica del Manifiesto. Es cierto que pocas cosas hay tan mal comprendidas como la cuestión del alma. Ante el problema psicofísico, Benjamin decía: «Cuerpo sentiente y espíritu. Idénticos, distintos simplemente como modos de ver, no como objetos.» O Erich Unger, en Política y metafísica: «la solución de los problemas del ordenamiento humano, la eliminación de toda patología interindividual exige en línea de principio la modificabilidad del dato natural: de la sensibilidad psicofísica.» Si cuerpo sentiente y alma son idénticos es porque «vivir es participar de lo que nos rodea», participar de su aliento y de sus formas rítmicas singulares que en nosotros resuenan. Entonces la cuestión es el alma o cuerpo sentiente que se nos quiere hacer. Por eso la posibilidad de un ordenamiento no catastrófico o la eliminación de toda patología interindividual exige la modificabilidad de la sensibilidad psicofísica. Charles Stepanoff decía en un libro reciente que la primera desposesión antropológica es la que nos encierra en los límites opacos del cuerpo y la que nos convierte en cosa, que el «encierro de las subjetividades detrás de las barreras opacas de los cuerpos, postulado por ciertas mitologías» es una manera de garantizar las prerrogativas de una imaginación capturada, cautiva, una imaginación jesuítica: no una escucha del mundo anarquizante, sino una proyección de lo peor como aparato de captura.

Vivimos una guerra por la producción de almas deformadas y pequeñas, reducidas por el aislamiento, vueltas estúpidas por el temor: micropsychoi llamaba Aristóteles a aquellas almas para las que todo es demasiado grande. Buscan hacernos almas pequeñas, temerosas del abismo en el encuentro singular. Encuentro singular con la muerte, el nacimiento o aquello que ocurre en lo que ocurre. Nos quieren refugiándonos en identidades reconocibles, en roles sociales que pretenden consolar por la pérdida de un mundo abierto a usos impensables.

6. Uno de los objetivos que buscaban al «volvernos locos» era la cismogénesis (o esquismogénesis). La cismogénesis fue teorizada por Gregory Bateson antes de la segunda guerra mundial, en Naven. Pero no adquirió toda su consistencia política más que a partir del inicio de la guerra fría y de las operaciones llevadas a cabo durante la guerra, como las que Bateson mismo realizó con la OSS sobre los dominios japoneses, o las operaciones de propaganda negra ideada por Sefton Delmer. La cismogénesis consiste en generar un cisma entre la población difundiendo noticias exageradas, incoherentes, difíciles de creer, lo que crea una división irreconciliable entre quienes creen y no creen noticias imposibles de comprobar, minando la oposición local.

El Manifiesto sostiene, no obstante, que la aplicación de esta táctica tiene un efecto colateral inesperado, como en toda verdadera guerra. Pues el cisma en la percepción permite realizar una división saludable en el interior de la oposición al mundo del capital, entre a) quienes creen en sus percepciones y experiencia, y b) lo que queda de esa izquierda que siempre se pone del lado de los vencedores pretendiendo «apoyar el movimiento». Como escribía Mascolo en 1955: «Lo contrario de ser de izquierdas no es ser de derechas, sino ser revolucionario».

El mundo bifurca entonces, aunque no como esperaban. Por un lado hay seres que buscan participar de identidades sociales; seres que, aunque protesten, no cuestionan su dependencia de un mundo prediseñado como una caja-problema; seres que confían en que las fuerzas gubernamentales trabajan por el bien de la humanidad; seres que buscan guiarse por principios universalizables, como los que justificaron la necesidad de la primera guerra mundial convirtiendo el mundo posterior en un reino de falsedades mezquinas.

En el otro lado está el verdadero cisma, no de la percepción sino de la determinación. Cisma de seres que parten de su propia experiencia, que confían en sus propias percepciones, que vislumbran el horror de lo que se nos quiere hacer y que no van a conformarse. Seres que emergen en la revuelta partiendo de sí mismos, como ocurrió con el inicio de los Chalecos Amarillos. Esto nos exige descifrar las formas rítmicas singulares en los gestos y heridas, y no «reconocer» ahí una identidad social predefinida. «La vida de la nueva humanidad está en la revolución, la revolución nace del cisma», dice el Manifiesto citando a Bordiga.

Por eso somos llamados a una política marrana. Salir al encuentro de los Snowden que pueblan el mundo, arriesgarnos a que nos «decepcionen o maravillen». Eso hicieron los Zapatistas durante los diez años previos a su insurrección armada. Prestar atención a esa ligera entonación, a esos pequeños gestos o sutiles miradas que nos hacen señas en el límite de lo expresable. «Crear las condiciones de una comunicación de alma a alma. (…) Resistir, sobre todo, la tentación de cerrarse en un grupo. (…) Hay desertores del espíritu en todas partes.»

Rosenzweig decía: «El Todo es tanto múltiple como unitario. También el espíritu (este es constructor de puentes y descubridor). ¿Pero el alma? ¡el alma escrutada! También ella es ‘una vasta tierra’.»

El Manifiesto trata de una venganza en torno al alma. No un «espíritu de venganza» lleno de amargura y resentimiento, al contrario, una «venganza del espíritu» que sopla donde y como quiere, que contiene la potencia de disolver toda consistencia aparente. Venganza del espíritu que abierto a la multiplicación de vínculos de amistad y en el esfuerzo de atención a lo que continuamente emerge y se deshace nos hace así un alma grande, profunda, sin miedo a los desconocido y lista para la guerra.

Como dice el Manifiesto, conocemos el proyecto adversario, sus medios sin medida, sus objetivos abyectos, su disposición al horror: por eso «la deserción no basta». Es una guerra la que nos llama y ahí, como en todo lugar, estar a la altura de lo que nos ocurre.

Olga Liubatóvich