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Sobre el movimiento real que destituye el estado de cosas actual

EPÍLOGO de Alan Cruz

Al libro:

No existe revolución infeliz. El comunismo de la destitución. Marcello Tarì. Editorial · PETIT14

2025

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SOBRE EL MOVIMIENTO REAL QUE DESTITUYE EL ESTADO DE COSAS ACTUAL

 

Ningún movimiento dialéctico, ningún análisis de las 

constituciones y de su fundamento trascendental puede 

ayudarnos a pensar tal experiencia o incluso a 

acceder a ella.

Michel Foucault, «Prefacio a la transgresión»

 

1. Por fin disponible en castellano, No existe revolución infeliz. El comunismo de la destitución ofrece a viejos y nuevos lectores una de las exposiciones más contundentes sobre esa oportunidad revolucionaria que conocemos como potencia destituyente. A ocho años de su publicación original, se ha consolidado como uno de los principales condensadores discursivos que contribuyen a atravesar el umbral de nuestra época, manifestando la verdad no como una justificación de este mundo, sino como una fuerza que le es hostil: «¿No está todo el mundo existente desprovisto de verdad? El mundo tal como existe no es verdadero» (Bloch).

Como parte de una estrategia filosófica y política en su sentido más estricto, la primera formulación explícita del concepto de potencia destituyente (potencia, no poder) se vincula a Giorgio Agamben. Entre 2013 y 2014, en una serie de variaciones con las que cierra su arqueología de la política occidental –los cuatro volúmenes del proyecto Homo sacer–, Agamben presentó la potencia destituyente como una «figura diferente de la política».1  ¿Diferente en qué sentido? En el de que no pone en marcha las operaciones, los mecanismos ni los paradigmas que, según esta arqueología, han sido decisivos –y catastróficos– en la historia de la política occidental («Occidente» no designa, en el discurso destituyente, simplemente una entidad geográfica o cultural, sino una estructura operativa que se constituye a través de procesos de exclusión e inclusión, de captación y administración de la vida). Así, la potencia destituyente se perfila, en primera instancia, como una ruptura con el continente o territorio de la política occidental: una discontinuidad que individualiza y posibilita otros dominios, otras elecciones, otros conceptos y otros objetos de lo político. En otras palabras, esta figura diferente de la política nos habla tanto de la desaparición de una positividad –el conjunto de condiciones de existencia que abren y definen un campo de fenómenos y problemas posibles– como de la emergencia de otra. No basta, entonces, con considerar el concepto de potencia destituyente como una elaboración intelectual aislada (atribuirlo exclusivamente a un «autor» sería insuficiente), ni como un mero episodio dentro de la historia de las ideas. Más bien, debe captarse en el nivel de su positividad, como un condensador monádico de una problemática general diferente, cuyo terreno autónomo posibilita otras cuestiones (de la política, de la cultura, del ser, del lenguaje, de lo humano y lo no-humano, etc.).

Que la historia de la problemática destituyente sea discontinua respecto a la tradición política de Occidente (y, con ella, a su ontología, estética, antropología, etc.) implica, de manera lógica, que no puede entenderse como parte de una serie progresiva de «correcciones» aplicadas a los conceptos o instituciones de dicha política, ni como una contradicción interna en un proceso continuo orientado a una síntesis o reconciliación final. En otras palabras, no hay una dialéctica que conecte ambos territorios o continentes; entre ellos no existe analogía ni siquiera semejanza: la potencia destituyente se manifiesta como heterogénea a los presupuestos de la política occidental. Esta discontinuidad y heterogeneidad determina un punto esencial de la estrategia destituyente, sin el cual resulta imposible comprender su lugar y alcance en relación con los problemas y discusiones de nuestra actualidad. Por el contrario, cuando se analiza desde dentro de la tradición política de Occidente, las interpretaciones predominantes se reducen a una lectura en negativo, centrada exclusivamente en lo que se pierde, se abandona o se agota. Así, su formulación estratégica queda confinada a la carencia, la extrañeza o la insuficiencia: desde un punto de vista ajeno, sus cuestiones no tienen sentido.

Desde esta perspectiva, Frédéric Lordon y Roberto Esposito encarnan la impotencia intelectual de quienes permanecen prisioneros en los dispositivos circulares de la crítica y la dialéctica. Su apego a lo que se destituye (el estado de cosas actual, colonizado por la medición contable monetaria y la racionalidad económico-gerencial) condena sus críticas a una valorización de los rendimientos o efectos (la «eficacia») que una estrategia política debería realizar. Poner en práctica la lógica destituyente se percibe así como insensato, carente de valor o inútil, ya que no constituye ni instituye nada, no propone soluciones ni alternativas, no traduce lo posible en realidad, no organiza a un sujeto revolucionario, no reimagina ni reconstruye las bases de «nuestra organización política y social», etc. Intentar comprender la estrategia destituyente dentro de cualquier sistema del pensamiento político y ontológico tradicional resulta infructuoso, ya que alberga algo totalmente diferente que sólo puede captarse, por así decirlo, desde fuera de esos sistemas y sus delimitaciones.

2. No existe revolución infeliz destaca dentro de un grupo de escritos destituyentes que aquí llamaré estratégicos, ya que anteponen los objetivos tácticos de una estrategia de lucha. Se trata, además, de exposiciones que han contribuido a una explicitación positiva de la problemática destituyente, fortaleciendo la autonomía de su terreno político y sus prácticas. En estos textos, la problemática destituyente no se comenta ni se explica de manera exhaustiva, sino que se hace uso de ella, se pone en acto y se experimenta como estrategia revolucionaria contra los Estados capitalistas contemporáneos, la gestión económica mundial, las relaciones mercantiles, los regímenes de excepción y, entre otros, los dispositivos de control. Un mención necesaria entre estos escritos es la pronta traducción estratégica de la problemática destituyente realizada en A nuestros amigos, el segundo ensayo filosófico-político del comité invisible, publicado en 2014. En este texto, la potencia destituyente aparece en primer plano como aquello que hace sensible la cuestión estratégica de la revolución, al mismo tiempo que desafía el conjunto de estrategias y artimañas que se maquinan en su contra:

Desde Argentina, la consigna «¡Que se vayan todos!» ha estremecido a los dirigentes del mundo entero. En los últimos años, hemos gritado en innumerables idiomas nuestro deseo de destituir los poderes establecidos. Lo más sorprendente es que, en varios casos, lo hemos conseguido. Pero sea cual sea la fragilidad de los regímenes que siguen a tales «revoluciones», la segunda parte del eslogan, «¡Que no quede ni uno solo!», ha quedado en letra muerta: nuevos títeres han ocupado el lugar que quedó vacante.

La idea, aún vigente, es la siguiente: los poderes constituyentes y las imaginaciones instituyentes proyectan su sombra no sólo entre quienes trabajan por el mantenimiento de lo existente, sino también entre quienes acaban reproduciendo aquello mismo que pretenden subvertir. Hasta ahora, el partido de la insurrección no ha sido capaz de elaborar las fuerzas necesarias para romper «la incesante, inagotable, desoladora dialéctica entre poder constituyente y poder constituido, violencia que instaura el derecho y violencia que lo conserva» (Agamben). Es a través de este ciclo infinito de alternancias, «cambios» e inminentes decepciones como se sostiene la continuidad infernal del estado de cosas actual, a pesar de –o debido a– estados de crisis permanentes, rutinas poshistóricas cada vez más frívolas, avances militarizados del nihilismo y catástrofes estetizadas en todos los niveles. Un reinado policiaco de la normalidad y una ciudadanía hechizada por quimeras gubernamentales –«hay que defender la sociedad»– son algunos de los dispositivos encargados de una retención katechóntica de las dinámicas destituyentes de la revuelta. Trabajismo, sindicalismo, militantismo, autogestionismo, democratismo, activismo, biopoliticismo, entre otros, son algunas versiones históricas de los captores y agentes de neutralización que encauzan lo destituyente hacia nuevas figuras del poder. Siguiendo la advertencia de Mario Tronti, no es correcto hablar de una derrota en el plano social cuando nos referimos a estos movimientos constituyentes; sin embargo, en el terreno político, sí puede considerarse una derrota: el fracaso de la revolución.

En un sentido similar, los destinos trágicos de la Primavera árabe fungieron, en los escritos de Agamben y el comité invisible, como un caso paradigmático de los fracasos revolucionarios contemporáneos. A partir de estos acontecimientos, identificaron que el principal atolladero para la destitución del poder ha sido, hasta ahora, la captura de mil máquinas de guerra por parte de viejos o nuevos aparatos de Estado: «Inmediatamente se crearon asambleas constituyentes, seguidas de algo peor que lo que existía antes.
Y el nuevo poder, puesto en marcha por este mecanismo diabólico del poder constituyente, se convirtió en un poder constituido» (Agamben). A este ejemplo se suman otros casos recientes de derrota en el terreno político que ilustran esta renovación cíclica del poder, alimentada por la ficción del poder constituyente: el estallido social en Chile entre 2019 y 2020, las protestas en Hong Kong entre 2019 y 2021, y las movilizaciones en Colombia de 2021. Inspirados por la pretensión dogmática de un progreso interminable, los procesos constituyentes se alinean completamente con la misma tendencia a estrangular las posibilidades de una verdadera discontinuidad revolucionaria. En su afán de instaurar un novus ordo sæclorum, las protestas ciudadanas comparten el mismo sueño: alcanzar sus objetivos y demandas sin recurrir a conatos destituyentes.

3. No existe revolución infeliz explora la hipótesis de que acabar con el poder constituyente equivale a poner fin a la tragedia de la revolución. Desde esta perspectiva, profundiza en una estrategia revolucionaria en la que el gesto destituyente no se reduce a un momento dentro de un movimiento constituyente supuestamente más general –como dicta el esquema de la política moderna y su insaciable búsqueda de una fuente secular o «legítima» de soberanía–, sino que se experimenta como el movimiento en sí mismo. De esta manera, se plantea una problemática revolucionaria que rompe con cualquier representación jurídica de lo político, aquella que presupone la existencia de un poder constituyente detrás del estado de cosas actual. Ese poder constituyente, cuya presuposición refrenda las operaciones de los poderes en turno, ya no existe en ninguna parte (si es que alguna vez existió). El estado de cosas actual, su edificio estatal, jurídico e institucional, se sostiene exclusivamente en la violencia pragmática de las órdenes y los decretos: un gobierno de los seres vivos y las cosas que opera al margen de un fundamento en el ser, una vigencia sin significado que no puede prescindir del estado de excepción, la policía y el control paranoico para seguir durando. Desde esta perspectiva, no podemos dejar de insistir en las palabras de Benjamin y Pasolini: la sociedad capitalista es anarchos, sin fundamento ni principio.

Mientras los negristas y otros sectores de la ciudadanía global intentan, por todos los medios, mantener viva la noción de poder constituyente y la representación jurídica de lo político, buscando instaurar un fundamento sólido que garantice la operatividad anárquica de un «gobierno civil», los destituyentes sostenemos que el poder constituyente no es más que un dispositivo diseñado para capturar la vida política. Su falsedad se revela en cada conflicto en el que queda claro que nuestra vida política se enfrenta únicamente a un poder constituido: la policía, en última instancia. En realidad, el mitologema del poder constituyente siempre ha tenido la función escénica de perpetuar la servidumbre voluntaria ante la violencia soberana, al introyectar en cada individuo la mala conciencia del sujeto soberano: «Además, quien intenta deponer a su soberano y es castigado o ejecutado por tal intento, es autor de su propio castigo, ya que, por la propia institución, es autor de todo lo que su soberano haga» (Hobbes). Sólo una nuda vida, aséptica o depurada de cualquier intensidad conflictiva, puede seguir venerando el poder constituyente y sus ideales regulativos –la «sociedad civil», la «representación política», las «instituciones democráticas», el «Estado de derecho», el «sujeto revolucionario», etc.–, mientras el crecimiento hipertrófico de los aparatos administrativos y el endurecimiento mortífero del estado de excepción mundial avanzan sin freno. La elaboración colectiva de una estrategia destituyente en la reflexión y la praxis revolucionaria exige una inteligencia compartida de esta situación, en la que el estado de excepción mundial se manifiesta como guerra civil mundial.

4. Otro apunte sobre la quiebra de la representación jurídica del poder y la emergencia históricamente situada de una estrategia destituyente: el mundo de la mercancía autoritaria y su tejido continuo de normas y dispositivos –el Capitalismo Mundial Integrado– refuerza su fuerza material mediante el poder armado, con una megaindustria nacional y transnacional (armamentística, extractiva, farmacéutica, del entretenimiento, entre otras) que se coordina indistintamente con fuerzas legales y extralegales para reconfigurar a su antojo las Constituciones de todas las naciones. En la época contemporánea y su economía de guerra, las ficciones modernas del pueblo y la voluntad general son agitadas únicamente por engañabobos, ventrílocuos de una neolengua que deja intacto el orden de las cosas: «revueltas de sujetos e identidades», «ágoras digitales», «contrapoderes, contradispositivos, contra…», «multitudes circunstanciales», «revocaciones simbólicas», «reapropiación colectiva de la riqueza», «habitar la metrópoli», «nueva época histórica por venir», «esfera pública no estatal», «biopolítica inflacionaria», y similares. Bajo el dominio de la mercancía y el espectáculo, lo único que queda es el público y su opinión, pilotada en última instancia por los intereses privados de quienes controlan esas empresas capitalistas que son los medios de comunicación de masas. Desde esta perspectiva, el diagnóstico humanista –y a fortiori moderno– de una obsolescencia del hombre encuentra su correlato inevitable en la obsolescencia del ciudadano. La ideología democrática es tal porque reprime la ademia constitutiva del mundo histórico en el que vivimos. «No creas tener derechos» no es, en este sentido, una denuncia indignada o una declaración de derrota, sino un enunciado del comunismo de la destitución que hace sensible la conflictividad histórica: estamos en guerra.

5. Desde su formulación explícita, la estrategia destituyente ha seguido una trayectoria en gran medida subterránea, propagándose en conversaciones informales, luchas concretas y territorios habitados al margen de los reflectores del espectáculo. Sin embargo, como ocurre con todo lo ingobernable e inapropiable, lo destituyente ya había poblado su propio plano de consistencia mucho antes de ser nombrado como tal: en las lógicas centrífugas de dispersión, en la desviación imprevisible del clinamen, en la dimensión transindividual del ser, en la ruptura con el poder terrenal y sus instituciones, en el omnia sunt communia, en las fugas hacia el monte, en la decreación a cargo de la propia creatura, en la violencia puramente revolucionaria, en el rechazo absoluto y sin rodeos, en el área de la Autonomía, en la obstinación en la diferenciación, entre otros. No existe revolución infeliz ofrece un análisis prolífico de algunos de estos procesos, posiciones y situaciones destituyentes, destacando ejemplos históricos que cualquiera puede actualizar como forma-de-vida, como ejercitación de una ética revolucionaria. Una tarea complementaria a este tipo de trabajos sería emprender una arqueología que sitúe históricamente su positividad específica, es decir, sus condiciones de formación o aquello que la ha hecho posible en una época determinada. Esto también implica analizar una problemática teórica y una constelación de prácticas que, en un periodo dado, atravesaron umbrales decisivos (de formalización, de experimentación, de radicalización, de confrontación, etc.). ¿Qué esquemas de lo político se han franqueado o transgredido para que la problemática destituyente se haya vuelto epocalmente posible? La respuesta a esta pregunta permitirá comprender su discontinuidad y autonomía frente a otras problemáticas, como la problemática metafísica del sujeto y la constitución primera, que permea todos los contenidos del discurso constituyente y el imaginario instituyente.

Además de No existe revolución infeliz, cualquier arqueología de lo destituyente debe considerar el tercer y último libro del comité invisible, Ahora (2016). Si examinamos su título original –¡Destitución!– se vuelve aún más evidente el lugar central que ocupa esta lógica en los embates revolucionarios contra la economía epocal que nos encierra. Otra contribución relevante es Un habitar más fuerte que la metrópoli (2018), un libro redactado en México por el consejo nocturno, en el que se aborda la estrategia destituyente desde la primacía de los territorios existenciales y el «ser-en-situación». Sin importar las fechas de publicación, un mismo gesto vincula y acomuna estos textos: la práctica de un comunismo de pensamiento, esa actividad intelectual de grupo que Dionys Mascolo calificaba como «uno de los únicos correctivos visibles a la prodigiosa impotencia del espíritu en el mundo». El cultivo de esta conspiración no sólo se refleja en la problemática explorada –la estrategia destituyente como componente del comunismo que viene–, sino también en la recurrencia, en los tres libros mencionados, de una misma traducción espuria de la definición de comunismo en La ideología alemana, definición que, a pesar de ser ampliamente citada, sigue siendo inexplorada o pisoteada: «Wir nennen Kommunismus die wirkliche Bewegung, welche den jetzigen Zustand aufhebt» –«Llamamos comunismo al movimiento real que destituye el estado de cosas actual»–.

6. ¿Qué rupturas, transformaciones y desplazamientos de cuestiones provoca la traducción –o la traición– del verbo alemán aufheben como «destituir»? En el pasaje inmediatamente anterior a la definición del comunismo, Marx y Engels afirman: «Para nosotros, el comunismo no es un estado de cosas que haya que producir, un ideal al que la realidad tendrá que dirigirse». Con estas palabras, se sitúan violentamente fuera y más allá de la cultura metafísica de Occidente, experimentando y ejercitando otro plano de fenomenalidad: un plano que acompaña los asaltos de la discontinuidad revolucionaria y el habitar de otras geografías. Al moverse en otro plano, el actuar no obedece a fines últimos o ideales trascendentes: «El justo no busca nada en sus obras; porque quienes buscan algo en sus obras y actúan con vistas a algún “porqué” son siervos y mercenarios» (Maestro Eckhart). Se trata de una «política de los medios puros» o de una «ontología de la inmanencia», matriz de un comunismo sin miramientos por las utopías futuras ni por sus programas. Nicola Massimo De Feo reconoció esta ruptura y destacó en el pasaje de Engels y Marx uno de los momentos clave en la tradición revolucionaria en los que la experiencia del comunismo converge con la crítica anticristiana, antiburguesa y antisocialdemócrata de Nietzsche: una voluntad de poder que lucha por sepultar cualquier ídolo metafísico que persista, cualquier «trasmundo» erigido para obstaculizar la experimentación hic et nunc de una forma-de-vida.

Porque cristianos, burgueses y socialdemócratas son todos los gradualismos, todos los etapismos, todas los programas «que, en nombre de un futuro mejor, prolongan el pasado opresivo a través de una productividad explotadora» (Marcuse). En este sentido, cualquier militancia o praxis política que conciba la realidad como un proceso de realización –ya sea de una esencia, un programa, una tarea, una finalidad, un porvenir, etc.– queda atrapada en esa misma lógica. En la medida en que permanece capturada por el paradigma metafísico de la realización, la beatitud de esta vida se proyecta hacia el futuro o se traslada a los cielos, condenando al fracaso cualquier intento de búsqueda de felicidad sobre la tierra: «Sé, por supuesto, que este deseo mío no puede realizarse hoy; ni siquiera, si la revolución tuviera lugar mañana, podría realizarse plenamente durante mi vida. […] Si hubiera nacido en una sociedad comunista, la felicidad habría sido más fácil para mí» (Castoriadis). La comprensión del actuar como realización –y el deber correspondiente de traducir algo en realidad– se sustenta exclusivamente en una lógica de postergación infinita y progreso inacabable, propia de un culto capitalista que aspira a durar para siempre. Este horizonte subordina el actuar a una incesante operación o «puesta-en-obra» de algo que, supuestamente, no es real o no lo es aún: «Seguimos buscando a tientas en la praxis ese paso al noroeste, ese portal donde mágica o laboriosamente lo posible se traduce en realidad y la política encuentra su realización definitiva. Este paso no existe, porque lo posible es ya real y, como tal, es absolutamente irrealizable» (Agamben). Nada más erróneo, desde este punto de vista, que la crítica mezquina de Arendt a Marx, quien, según ella, habría confundido –como mero tributario del pensamiento político moderno– la cuestión estratégica de la revolución con un problema de poiesis, es decir, de producción y manipulación de lo existente (y sus corolarios: reificación del mundo, optimización de los instrumentos, planificación sobre lo vivo, obsesión por los rendimientos, etc.). Por el contrario, la concepción inmanente del comunismo de la destitución rechaza gobernantes y gobernados, planificadores y ejecutores, programas y obras. De ahí que la nulificación comunista de la sociedad dividida en clases abarque, además, el derribo de todas las escisiones y oposiciones dialécticas en las que se sostiene el poderío de este tipo de sociedad, «porque la multiplicidad supera desde el comienzo toda oposición, y destituye el movimiento dialéctico» (Deleuze y Guattari).

Para retomar la definición de Engels y Marx, el comunismo que viene no es un movimiento realizador, sino, desde el comienzo, un movimiento real y, por tanto, irrealizable: wirkliche Bewegung. Lo que está en juego aquí es una transformación radical de la concepción dominante del ser: la experiencia de la Wirklichkeit o realidad, en una sociedad sin clases, siempre se manifiesta como un ser-en-obra, una plena morada en la presencia. En este marco, no tiene cabida la «escisión, y al mismo tiempo cooperación, entre la actividad y la iniciativa necesaria del militante político, por un lado, y las leyes dialécticas de la historia que garantizan su eficacia, por otro» (Agamben). Una potencia destituyente, por tanto, desconoce la división metafísica entre lo posible y lo real, entre la potencia y el acto, entre la esencia y la existencia. En consecuencia, rechaza de raíz cualquier líder, gestor o programa que aspire a organizar el tránsito del reino de la necesidad al reino de la libertad. Como expresó hace años un compañero, en las dinámicas extáticas de una potencia destituyente no existe el pseudoproblema de la «transición hacia el comunismo»: la transición es, en sí misma, la categoría del comunismo, del comunismo como experimentación. La proliferación del comunismo es acéfala, en la medida en que un proletariado que ha depuesto toda cabeza, todo Capital, asume como única y paradójica vocación –la vocación mesiánica– revocarse a sí mismo como proletariado y experimentarse, al fin, como forma-de-vida.

7. En una entrevista de 2022 sobre la traducción al inglés de No existe revolución infeliz, Marcello Tarì afirma: «Nuestra tarea ahora sería entonces separar el pensamiento y la práctica de la revolución de sus orígenes modernos y occidentales, y por tanto también del marxismo. Si seguimos vinculados ideológicamente a los orígenes occidentales del concepto de revolución no llegaremos a ninguna parte». La lógica destituyente, en su deseo de hacer estallar el continuum de la historia, inspira ese movimiento real que es el comunismo y asume la tarea de revolucionar el propio concepto de revolución. Mientras la revolución se conciba como un acto constituyente que da inicio a un nuevo orden o produce un estado de cosas, continuaremos atrapados en la economía infinita del mundo y sometidos al dominio de sus fuerzas productivas. Bajo este horizonte, sólo pueden persistir las preguntas irónicas del Capitán Insurgente Marcos, planteadas en uno de sus comunicados de 2024: «¿Cambio con continuidad? ¿De nuevo lo mismo?».

Una de las principales contribuciones que No existe revolución infeliz ofrece para este revolucionamiento del pensamiento y la praxis revolucionaria es el énfasis en la transformación radical del «sí mismo» y de lo «íntimo». Se trata de una ética entendida como la transformación radical de las relaciones de sí mismo –consigo mismo, con los otros y con el mundo–, lo que coincide con la elaboración colectiva de una forma-de-vida. Mediante una forma-de-vida se desplazan todas las cuestiones inherentes a la ficción moderna y occidental del individuo aislado. Con la consolidación del nomos biopolítico del planeta, la distinción entre dispositivos de gobierno y sujetos ha perdido relevancia, haciendo inútil concebir el poder como una entidad reificada y separada, como un conjunto de «aparatos» que pueden tomarse y manipularse como herramientas o armas. Es sólo desde esta zona de indiferencia entre las técnicas de gobierno y los procesos de subjetivación en las sociedades contemporáneas (la constitución de un tejido biopolítico continuo) que se comprende por qué, desde su nacimiento, el biopoder ha centrado su acción en colonizar no sólo las relaciones con los otros, sino también las relaciones de sí mismo consigo mismo. En esta colonización originaria reside tanto el primer paso como el desenlace final para una ocupación capitalista de las relaciones interhumanas y extrahumanas. Fuera de esta problematización, nada resulta más natural que una estetización o despolitización de las últimas genealogías de Foucault sobre el dispositivo de la sexualidad o la ética del cuidado de sí. Es desde una perspectiva cercana que Marcello Tarì subraya, en la misma entrevista, que «el concepto de potencia destituyente sólo tiene sentido y utilidad si no se trata únicamente como algo que concierne a la deposición de poderes externos –gobiernos, Estados, normas, leyes, etc.–, sino como una potencia que también transforma las relaciones personales con uno mismo, entre uno mismo y los demás, y con el mundo».

Habitar nuestro propio «sí» como lucha destituyente y anticolonial, poner en el centro de la revolución la pregunta sobre cómo vivimos ahí donde vivimos, y cortocircuitar los modos de percepción y autopercepción al servicio de los dominadores (y de uno mismo gobernándose a sí mismo), son, en su conjunto, medidas antibiopolíticas esenciales para la insurrección que viene –que ya siempre está viniendo–. Sólo a través de estos procesos destituyentes es posible vislumbrar las posibilidades revolucionarias de forjar una intimidad más fuerte que la metrópoli.

Ciudad de México, marzo de 2025

Alan Cruz

 

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1. La primera versión fue presentada en el seminario «Défaire l’Occident», celebrado del 27 de julio al 3 de agosto de 2013 en la meseta de Millevaches, Francia: Giorgio Agamben, «Hacia una teoría de la potencia destituyente», en Artillería inmanente, 15 de junio de 2016, https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=308 (en esta publicación también se puede encontrar un recuento completo de cada versión).

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