Artículo publicado en Entêtement «Les communes face aux Empires» el 13 de mayo de 2023.
«La Comuna (…) era, sobre todo, un conjunto de actos de desmantelamiento de la burocracia estatal realizados por hombres y mujeres comunes y corrientes.»
Kristin Ross, Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna
Sin duda alguna, la situación histórica actual prepara una guerra entre dos imperios con la hegemonía mundial como telón de fondo. Por un lado se encuentra el Imperio anglosajón (Estados Unidos, Gran Bretaña, UE), por otro el Imperio chino (China, Rusia). Estas dos entidades están en proceso de cambiar el estado actual de cosas y de añadir un estrato de horror al pasar de la guerra fría al conflicto abierto. El aparato de Estado chino, perfectamente consciente del deterioro de la hegemonía estadounidense, emprende el siguiente paso: tomar las riendas de la gubernamentalidad mundial estructurada por el dispositivo planetario de un mundo multipolar sometido a la infraestructura china. En cuanto a los Estados Unidos en decadencia, una necesidad se les impone: la guerra, cuyo objetivo es reafirmar su hegemonía y relanzar su economía. Con este trágico telón de fondo, la Unión Europea seguirá los pasos de Estados Unidos, y ni siquiera el perverso narcisista Macron escapará, ya que el Estado francés no es más que un engranaje del imperio anglosajón. El siglo XX ha puesto en tela de juicio la formación del Estado como Estado-nación con la aparición de un nuevo paradigma, de tipo schmittiano, para consolidar la supervivencia del Estado moderno. Este paradigma concibe el Estado moderno como una unión imperial de naciones emparentadas. « El Estado moderno sólo es verdaderamente un Estado si es un Imperio » (Alexandre Kojève, Esbozo de una doctrina de la política francesa). La guerra fría es el advenimiento paradigmático de la época de los imperios, donde estos últimos son entidades políticas transnacionales constituidas por naciones emparentadas (en el plano cultural o económico). Este advenimiento coincide de forma completamente natural con el surgimiento del sistema neoliberal, superando el anterior error de los liberales de detenerse en la entidad política de la Nación mientras desbarataban la perspectiva internacionalista del socialismo que, con el concepto de humanidad, presupone la adhesión a una abstracción.
La hipótesis de una nueva guerra mundial implica pensar tácticamente la potencialidad de nuevas formas de estados de excepción y de chantajes políticos que tratarán de liquidar las tentativas de sustracción al desastre en curso. La historia de la Resistencia y de sus maquis nos será, sin duda, de gran ayuda para movernos frente a la represión. Aunque todo esto siga siendo una hipótesis, la situación actual muestra una inclinación real hacia esta tragedia: el retorno con gran pompa de la identidad nacional y de su unión sagrada, estimulada por la esfera mediática, el autoritarismo cada vez más asumido por parte del gobierno, el intervencionismo estadounidense justificado por las luchas «emancipadoras», o también el «woke» como nueva arma civilizadora[1]. Y el chantaje infraestructural para romper el impulso de deserción. De esta manera, el despliegue de la infraestructura del capital permite volver inaudibles los gestos de sustracción al estado de cosas, incluso una revolución no puede surgir plenamente, amputada ya por el mero hecho de la falta crucial de una potencia material. Un acontecimiento revolucionario está condenado a perecer sin vínculos profundos con su potencia material. Sin eso, vemos resurgir el aparato del Estado para erradicar las fuerzas revolucionarias –lo que explica el renovado interés actual por el neoleninismo. En lugar de hundirse en las ciénagas de los pensamientos del poder a la manera de los «ecologetas», ¿por qué no intentar de nuevo la apuesta por la constitución de una potencia material, no como potencia homogénea para reemplazar al Estado, sino como potencia heterogénea capaz de desactivar el control estatal y de multiplicar los focos de sustracción? Nuestra debilidad reside ahí, en la incapacidad crónica de ver de otro modo que no sea a través de los ojos del Estado, síntoma clásico en un país como Francia, obnubilado por el centralismo y la institución. Cambiar de plano de percepción, volver a partir del gesto comunalista a la manera de las ciudades italianas del Renacimiento, rodeadas por imperios. Renunciar a la política, dejársela a nuestros enemigos, para así consolidar nuestras sensibilidades éticas y experimentar configuraciones entre técnica y estética, y tejer complicidades más allá del tejido social. Ver por fin en las ruinas que siembran los imperios el florecimiento de las comunas.
La comuna es, en primer lugar, el lugar donde se juega un devenir-juntos de las formas de vida, como el espacio que revela la guerra civil, entendida esta última como la expresión del juego entre las diferentes formas de vida, entre las que se vinculan y las que se enfrentan. Las comunas no son más que la materialización práctica de la guerra civil, es decir, la materialización de la potencia de un movimiento de sustracción en curso. Este movimiento permite la elaboración de un cierto tipo de apego al mundo. Puesto que un apego viene determinado por su cualidad, el apego entre un vínculo y una forma revela la tonalidad de su sensibilidad más allá del lenguaje. Una forma es el encuentro entre una sensibilidad y un cuerpo, una realidad surge en la experiencia vivida. No hay reconciliación en una forma, sino el encuentro de diferentes dinámicas tomadas en sus propias temporalidades. Tomar la forma de la comuna es vivir un conjunto de vínculos espirituales y materiales entre las almas, y tener un camino común en la experiencia vivida. Cada vez que un ser deserta y encuentra a otros desertores, una comuna nace. Toda comuna intenta despejar la cuestión de las necesidades, acabar con el «ser de la necesidad» buscando y compartiendo una realidad común y un mundo técnico situado. Intenta elaborar en su experiencia vivida la deflagración del dominio económico y de toda subjetivación política y social. Paradójicamente, toda comuna está circunscrita por la totalidad de cuerpos (seres, lugares, territorios) que componen su geografía local. Se enfrenta al problema de su centro, es decir, presta una atención particular a las potencias que la atraviesan. Al considerar el centro como lugar que queda como espacio de tránsito, una comuna no puede encerrarse en sí misma. Porque una comuna llama al encuentro de otras realidades locales, para tejer o no una cierta cualidad de vínculos. Así pues, tomar en serio los flujos de deserción actuales pasa quizás por ahí, por nuestra capacidad de reencontrar al otro dejando de lado nuestros presupuestos. Nuestro viaje nos impone experimentar encuentros infelices, pero sobre todo vivir plenamente los encuentros felices. «No existe revolución infeliz», decía Marcello Tarì. Apostar por las comunas es tomar partido por otra relación con el tiempo, extraerse de la urgencia de tal modo que se establezcan vínculos entre sensibilidades y formas capaces de metamorfosear nuestras maneras de vivir. «No tenemos elección. Estamos entre la espada y la pared. Volver a partir de cero, en estas condiciones, no exige heroísmo, ni siquiera un coraje excepcional. Un poco de rigor basta. ¿Y por qué no aprovechar las circunstancias que nos imponen para mostrar un poco de rigor? Más bien alegrémonos de vernos forzados a ello. Oponerse, estar contra la opinión general, eso no implica la soledad. Eso nombra una cierta manera de estar juntos, algunos cuantos. Estamos menos solos que nunca» (Dionys Mascolo, revista Le 14 juillet).
Owen Sleater
[1] Véase Woke Imperium, Christopher Mott. Desaconsejamos la engañosa traducción francesa publicada por Le Monde Diplomatique bajo el título: Les noces de la guerre et de la vertu. (Las nupcias de la guerra y la virtud).