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Pequeño tratado de cosmoanarquismo

A continuación podrás leer aquí una primera traducción del epílogo de Pequeño tratado de cosmoanarquismo, escrito por Josep Rafanell i Orra.

EPÍLOGO

Pero, ¿de dónde sale esa vocecita que ha dicho ¡ay! ? ¡Si no hay un alma! ¿Será que este leño habrá aprendido a llorar y a lamentarse como un niño? ¡No me lo puedo creer! Pero si este leño no es más que un trozo de madera para la chimenea como todos los demás: perfecto para echar al fuego y cocinar luego un buen guiso. Entonces, ¿se habrá escondido alguien por aquí dentro? Si se ha escondido alguien, peor para él. ¡Esto lo arreglo yo ahora mismo!

Pinocho, Collodi

«Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen». Así decía Beckett, el inconsolable, el desposeído, el expulsado, el agotado [1]. («Únicamente el exhausto es lo bastante desinteresado, lo bastante escrupuloso»: Deleuze).

Unicamente puedo, para concluir aquí, amontonar las palabras de mis antepasados y honrarlas. ¿Qué sentido tiene crear nuevas frases?

He intentado escribir este libro como una espiral. Un caracol. De dentro a fuera. Y viceversa. Algunos temas vuelven a aparecer con insistencia. Se reiteran como tantos ritornellos. El éxito o el fracaso de este intento, de su formación, le corresponde juzgarlo al lector. Yo, desde luego, preferiría que fuera juez y parte…

Apartar los despojos de la modernidad antes de que el mundo se desvanezca. Pero para ello reencontrar la pluralidad de los tiempos. Huir de su proyección sobre una única línea temporal que conduce a la revelación de su final apocalíptico. Es en una multiplicidad de momentos insurgentes, tejiendo el afuera, en mar abierto, en los laberintos del pasado, semejantes a palimpsestos medio borrados del texto oficial de la Historia, donde aparece lo que aún no se ha escrito.

Durante los tres años que han acompañado la redacción de este libro, he intentado junto con otras personas contribuir a la instauración de paisajes donde se aúnen formas de afectación mutua. Me he lanzado a realizar encuestas sobre las maneras que hay de hacer existir reciprocidades en otros lugares que se dirijan a mi aquí. Pero he aprendido que este «aquí» hay que construirlo. Su nombre es amistad.

Pasa que las palabras ya no nos dicen nada. Que se han agotado. No es que ya no tengan sentido. Es que precisamente están imbuídas de sentido! Se han quedado ahí ancladas. Pero que dejen de aplastarnos con su significación para devenir otra cosa: el vector de una intimidad recobrada. Aquella que nos hace capaces de sentir la intimidad de los demás: los humanos, las mariposas, una suegra, hasta las piedras y los árboles y sus sombras que salpican los caminos. («siempre es Otro quien habla, puesto que las palabras no me han esperado y no hay lengua que no sea extranjera; siempre es Otro el dueño de los objetos que posee mientras habla. Se trata siempre de lo posible, pero de una manera nueva: los Otros tienen mundos posibles, a los que las voces confieren una realidad siempre variable, según la fuerza que tengan, y revocable, según los silencios que produzcan [2]»).

Esta es la lucha encarnizada que podemos librar hoy: recobrar la intimidad de nuestro alma acogiendo otras almas y escuchando sus silencios y sus voces. Participar en la animación del mundo es percibir el afuera. Y reencontrar con delicadeza el interior del afuera. Allí donde brota una forma del pensar que supone la experiencia del pensar. Límites de la experiencia que son la experiencia de los límites cuando el afuera se escabulle. Sentir y pensar con el mundo y aceptar a veces la exclusión de él.

No entrometerse más. La melancolía de nuestra época reside en la renuncia. Confrontación cosmológica con aquello que no debemos habitar a riesgo de ser devastados. Nada que ver con la evitación, con las fatigosas pruebas psicológicas que protegen al «yo» de lo que no es.

Beckett otra vez, de quien Deleuze nos recuerda que, quien está agotado, habla del agotamiento de lo posible que nos encadena al lenguaje del presente. Porque a veces la omnipotencia del lenguaje, su manía interpretativa, sus definiciones, nos sobrecogen. Debemos renunciar a ello para que la manifestación de lo imperceptible advenga.

No lo imaginario, sino el compromiso vital con la imaginación que nos hace ver lo que aún no está ahí. No la relación del yo con lo real sólo para verificar en su imposibilidad y poder volver al yo; sino el encadenamiento a los otros encadenados a sus otros a través de los cuales se manifiesta lo otro. Todo nos encadena sin cesar, nada se acaba sobre sí mismo. La única imposibilidad que se impone es la de una plenitud fantasmática. En cuanto imaginamos la realidad mientras se hace, ésta se multiplica en fragmentos. «Imaginación Muerta Imaginad».

Pensar, decir, pero sobre todo percibir para poder sentir. No recuerdo quién decía: «Lo llaman pensar, pero son visiones». Y saber no saber. Esto sí sé de dónde proviene: de una historia convulsa que debo honrar, la de los míos, los subproletarios de una larga e interminable guerra civil poblada de muertos ignorados y de fantasmas que hay que resucitar. Porque sí que hubo una revolución y una guerra civil. Indisociables. ¿Cómo podría ser de otro modo? Éstas son las fisuras de una historia que me ha hecho salir de mí mismo como el tiempo sale de sus goznes.

«Hay que esperar que llegue el momento […] en que la mejor manera de utilizar el lenguaje sea abusar de él lo más eficazmente posible. Ya que no podemos desecharlo de un golpe, al menos no podemos descuidar nada que pueda contribuir a su descrédito [3]».

Encontrar formas que se acomoden al desorden hasta que el exterior emerja y, en sus asaltos encuentre lugar. Redescubrir lo habitable, su expresividad. Y entonces aparecerá de nuevo la fiesta: ya no la mala fiesta de un yo que quiere olvidarse de sí mismo mientras permanece atrapado en su grandilocuente embriaguez, sino la fiesta donde seres dispares se cogen de la mano, poseídos y animados por la potencia de una reunión que sabemos, y queremos, que sea provisoria. Por fin, la comunidad. Luego, su disolución. Recomenzar. De nuevo. Aposiopesis. Qué extraña y hermosa palabra: dejar al silencio el cuidado de hacer advenir lo nuevo.

Y «que haya otra época que aquella en la que me convertí en lo que fui. Oh, yo os daré el tiempo, desgraciados de vuestro tiempo». Desgraciados que viven en su tiempo y se sueñan a sí mismos en la verdad de un presente eterno y clarividente. Deberíamos ser capaces de escribir un tratado sobre las penumbras que reivindique el rechazo de la claridad, que rehúye la manipulación de las definiciones, que ya no distingue lo verdadero de lo falso y donde las líneas del tiempo se entrelazan en nuestra pertenencia al pozo sin fondo de la vida anárquica.

No se trata de proclamar lo «común» como un eslogan. Ni siquiera se trata ya de comunidad, sino de comunización: de los usos que sedimentan las reciprocidades que nos hacen existir. Comunización es el nombre de toda una terapéutica digna de tal nombre.

(Había recibido a Samuel, como cada semana desde hacía tres meses, en el lúgubre despacho de un centro de acción social de cierta localidad de Seine-Saint-Denis, con el típico mobiliario industrial de uno de los principales proveedores de todos los servicios públicos franceses. Sin duda, Samuel ha sido diagnosticado de esquizofrenia. A ello contribuyó sin duda su apragmatismo y su falta de expresión emocional en sus relaciones con los demás. Tenía entonces 38 años. Vivía solo con su madre en un piso de protección oficial en una de las urbanizaciones de edificios altos que pueblan los paisajes devastados de las ciudades suburbanas. La mayor parte del tiempo permanecía encerrado en su piso. Pero regularmente se entregaba a un ritual: elegía una línea de autobús en la que completaría una travesía geográfica. De punta a punta. De este modo, cruzaba París de norte a sur, de este a oeste. A veces bajaba del autobús, contemplaba un monumento notable y volvía a subir. Y así sucesivamente.

Me lo había remitido un colega que era «asesor de integración social». Samuel era beneficiario de la RSA*, pero era incapaz de ser «cooperativo» en la elaboración de su «proyecto de integración». Así que fue a ver al psiquiatra con el que contaba el departamento. Hay que decir que, efectivamente, establecer un diálogo con él fue una tarea titánica. También tuve que acostumbrarme a sus breves respuestas a mis preguntas, seguidas de silencios interminables. O bien a monologar por mi cuenta. Así que un día se me ocurrió una idea. Le pregunté por mi acento: ¿Te has fijado en mi acento extranjero? Sí», respondió. ¿Te has preguntado de dónde soy? No, me contestó. Y ahí estaba yo, hablándole de mis orígenes, de dejar mi país, de la extrañeza de seguir siendo extranjero. A partir de ese día, nuestra conversación se volvió más animada. Empezó a contar historias de su madre, de su padre desaparecido de quien no guardaba ya recuerdos, se puso a hablar de los paisajes de su infancia cuando vivía en un pueblo de Normandia, y luego de su marcha a la región parisina como un exilio, de las torres de la ciudad dormitorio de la periferia en la que vivía ahora, de los disturbios que habían tenido lugar allí unos años antes…

Fue entonces cuando pude proponerle que asistiera a talleres que ofrecían actividades en la ciudad. Nuestros encuentros se hicieron menos frecuentes. A partir de entonces me contaba sus experiencias sin que yo tuviera que someterle a penosos interrogatorios, sin que él tuviera que someterme a sus silencios. Hasta que un día dejé de verle).

La sociedad es el lugar sin lugares donde podemos vivir enterrados por relaciones pero sin establecer vínculos. Es una maquinación que nos aleja de las formas de vincularnos los unos a los otros. Esto es lo que hace imposible la apropiación que dotaría de carácter a nuestras relaciones: en la emergencia y multiplicación de lugares. Todo lo que tenemos que hacer, pues, es cultivar la voluntad de experimentar la alegría de la interdependencia: existo en tanto hago existir aquello que a su vez me hace existir. Aceptar que somos más que nosotros mismos. Que, en el colapso del fundamento, las variaciones de las relaciones entre mundos son inagotables.

¿Qué queda de nuestras viejas aventuras políticas? Sólo queda que los que colapsaron se embarquen en las infinitas variaciones de vínculos a través de los cuales las almas repueblan lo real. Incluso con la solemne piedra que nos indica la irrisoria edad de los humanos. Se hace evidente el sabotaje del mundo Uno. Surgen, de nuevo los partisanos de una multiplicidad de los mundos. El asunto ha quedado meridianamente claro: la destrucción acelerada de la habitabilidad de la Tierra exige el desarme de la empresa de la devastación. Arruinar las ruinas ruinosas [4].

No un castillo encantador con sus piedras cubiertas de musgo en la bruma matinal. Ni una vieja acería oxidándose con su recuerdo de luchas proletarias. Sino la fría ruina de la Razón. Descubriremos cómo. In-evi-ta-ble-mente, decía el niño Ernesto, que sólo quería aprender lo que ya sabía [5].

En los tiempos que vienen, tendremos que destruir mucho para que las transiciones de la experiencia, de los pasajes, puedan trazar sus caminos a través de un archipiélago de mundos.

Landauer proclamó en 1901, pocos años antes del golpe demoledor que asestó a la modernidad su propia empresa global de muerte mecanizada:

«La anarquía no pertenece al porvenir, sino al presente; no es cuestión de reivindicaciones, sino cuestión de vida. No se trata de nacionalizar las conquistas del pasado; se trata del nacimiento de un pueblo nuevo que, partiendo de pequeños comienzos, se está formando por todos lados mediante colonización interior, en medio de otros pueblos, en nuevas comunidades. No se trata de la lucha de clases de los no poseedores contra los poseedores, sino del hecho de que seres libres, moralmente fuertes y dueños de sí mismos, se separan de las masas para unirse entre sí en nuevas vínculos». [6]

Desde aquel entonces, otros cataclismos han venido aconteciendo. Se le ha vuelto imposible al ser llegar a un acuerdo con lo que él mismo es. Nunca volveremos a ser «ni fuertes, ni dueños de nosotros mismos». Somos fuertes solamente por la atención que podemos prestar a la vulnerabilidad de aquello que conecta a los seres y provoca transfiguraciones. Porque nuestra fuerza reside en la lucha encarnizada contra las potencias que ignoran las maneras de existir, que aniquilan los pasajes que hacen posibles los encuentros.

Basta con el naufragio de un pesquero con setecientos migrantes engullidos por el mar ante la mirada de los policías del Frontex para que podamos olvidarlos. Ahí tenemos el pueblo que falta. La época de la emancipación de los pueblos ha llegado a su fin si no tenemos en cuenta los accesos hacia su fragmentación. Siempre recordaré las palabras de Landauer por su énfasis en la secesión, por su frenética pasión por la comunidad a través de la retirada. Y nunca olvidaré que la revolución sólo puede ser la disolución de la sociedad en la que se reúnen los sujetos aislados. ¿Qué había antes del Sujeto? La fuerza de los vínculos entre los seres. ¿Qué encontraremos después de él? La magia de nuevo; fuerzas y potencias que conectan.

A lo que asistimos realmente es al fin definitivo del Hombre. Como decía Michel Foucault en Las palabras y las cosas: «El hombre es una invención cuyo carácter reciente se desprende fácilmente de la arqueología de nuestro pensamiento. Y tal vez su fin inminente».

Tal vez, al final, no fue Dios quien murió, sino el Hombre que había hecho de ello el terrible nombre de lo Absoluto. «Dios existe, dijo Fritz Zorn. Incluso considero esta frase como la posibilidad de un hecho. Pero aunque esta frase fuera cierta, sólo sería cierta si la precisáramos de la siguiente manera: Dios existe sólo en parte, por lo demás ha sido liquidado» [7].

Tal vez Dios no esté muerto, porque nunca ha sido otra cosa que una pura transición. De un mundo a otro, los Dioses advienen y luego devienen. Nosotros, por nuestra parte, podemos convertirnos en fieles pasajeros de las regiones de la anarquía del cosmos. Si queremos una buena vida, nos queda darle al Hombre una buena muerte. Salir definitivamente de la modernidad y sus desastres puede resumirse tal vez en esto: acabar con la autonomía del sujeto como fundamento. Pero para ello tenemos que escuchar los llamamientos del mundo.

Buenos días. Tal vez pueda calmar
El viento oscuro, y que más lentas,
dulces, acompañadas,
vengan las nuevas horas
Hoy. [8]

A buen entendedor, salud.

Josep Rafanell i Orra

[1] Samuel Beckett, «El expulsado», Ed. Tusquets

[2] Gilles Deleuze, «L’épuisé», posfacio a Samuel Beckett, Quad et autres pièces pour la télévision, Minuit, 1992, p. 67.

[3] Samuel Beckett, Lettres I, 1929-1940 (Lettre à Axel Kaun, 9 juillet 1937, dite « lettre allemande »), Gallimard, 2014, p. 562-564.

[4] Fanny Lopez, À bout de flux, Divergences, 2022, p. 111.

[5] Muriel Combes, Qui sait ? Revue Alice, n° 2, 1999.

[6] Citado por Gaël, Cheptou « ’Pour moi les morts vivent’. Vie et oeuvre de Gustav Landauer ». In Gustav Landauer, un anarchiste à l’envers, suivi de Douze écrits « anti-politiques » de Gustav Landauer. Editions de l’éclat, 2018, p.25.

[7] Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte, Ed. Anagrama

[8] Salvador Espriu. Mrs. Death. Editions 62, Els llibres de l’Escorpí, 1985.

*[El Revenu de Solidarité Active, por sus siglas en francés, es una prestación social que complementa los ingresos de una persona indigente o con pocos recursos, con el fin de garantizar unos ingresos mínimos]