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La estrategia de la separación

LA ESTRATEGIA DE LA SEPARACIÓN, Michele Garau

[Publicado en Entêtement el 28 de noviembre de 2023]

Afilar un punto de vista revolucionario para atacar el presente, ese es el horizonte. Tomar la palabra en un debate que aún no existe, entrar en un banco de niebla y salir con un abecedario. Los años transcurridos han devastado las últimas frágiles certezas que aún mantenían en pie la política revolucionaria. Unos pocos intentos y atisbos de claridad han señalado caminos, mientras que alrededor se anda a tientas en la oscuridad. Para salir de esta oscuridad, primero hay que encontrarse en medio de ella, enfocarla. A fuerza de ensayo y error, partiendo de una condición situada dentro de la oscuridad, hay que dibujar mapas. Encontrar las palabras que faltan, escapar del cansancio que nos entrega al lenguaje del enemigo, localizar los contornos del propio campo entre el balbuceo y bajo la superficie. El presente no es contemporáneo, está preñado de las derrotas del pasado y de la inteligencia actual de los que mandan. Los dominadores han barajado las cartas, llevan máscaras y utilizan idiomas que pueden hacernos dudar de los ejes del conflicto. El progreso, la solidaridad y todo lo que pertenece a la izquierda son la principal racionalidad del gobierno, «sociedad» y «medio ambiente» nombran técnicas de anexión imperativas a un poder que es técnico y político, moral e ideológico, científico y policial. Un poder que asume los rasgos de lo universal, de una síntesis que no es sólo la invisible de la tecnología, los dispositivos y los flujos que regulan nuestro comportamiento con el suave empuje de la conveniencia, con el telón de fondo de las soluciones coercitivamente sugeridas por las pantallas y las identidades digitales, el entretenimiento y los procedimientos.

Este universal se convierte, en cambio, en contacto con el reactivo de la emergencia, en lo que siempre ha sido: imposición violenta y chantajista, apremiante, teñida de la última instancia de la Moral, la Verdad, la Razón y el Bien Común. Síntesis imperialista e inmanente que borra lo que se interpone en su camino, tejido biopolítico continuo que no debe ser interrumpido. Contra quienes escapan a un régimen ideológico de verdad, por totalizador que sea, existe una enemistad feroz y política que, sin embargo, tiene límites y relatividad: ¿qué mezcla aniquiladora de condescendencia, deprecio y cuidado se debe en cambio a quienes niegan la inminencia del peligro común y la responsabilidad de combatirlo? La emergencia social, sanitaria, climática o democrática concierne a todos, está avalada por datos objetivos,  es una evidencia de la que no está permitido sustraerse y contra la que no existen razones. La apropiación lingüística y el ethic washing son epifenómenos contemporáneos del agravio ancestral que el hombre de la palabra consuma en la piel del hombre necesitado, que siente en su cuerpo y más allá del discurso que ha sido estafado. El engaño es un uso de la palabra que se confunde con la realidad, que escarba en la raíz de las certezas sensibles, debilitándolas, insinuando la duda. Contra ello, el hombre de la necesidad –la necesidad de verdad y de comunicación por encima de todo– siente que sólo puede reaccionar con violencia muda (Dionys Mascolo).

 

Cada uno de nosotros ha presenciado personalmente mil veces el gran espectáculo del diálogo entre un hombre sencillo y un experto en lenguaje claro. El hombre del lenguaje claro habla, avanza razones, se apoya en innumerables argumentos: sólo él tiene el arsenal de argumentos. Por tanto, tiene ventaja. Es irrefutable. Tiene la última palabra. El otro, el que no tiene un lenguaje claro porque su situación, que no ha idealizado, no está clara, no puede al final sino callar, y parece admitir su error. Al instante siguiente lo encontramos humillado, pero persuadido de que tiene razón, sin una razón clara. Le parece entonces que sólo la violencia será tal vez lo correcto para el lenguaje claro que le agravia. Y tiene razón. El lenguaje claro es una simplificación. Es la simplificación idealista. Para estar a la altura de la falta de claridad de la revolución, primero hay que haber renunciado a la ilusión racional del lenguaje claro[i].

 

Los levantamientos que se suceden contra la normalidad, la emergencia, el encierro sanitario o la policía, los no movimientos que dan rienda suelta a esta enorme fiebre de rechazo que es una toma de poder salvaje, antiecológica, antisocial e irracional, son precisamente eso.

La humanidad se plantea preguntas a las que aún no puede aportar soluciones. Tanto porque no existe un sujeto que responda a este nombre, una comunidad de especie detrás de la comunidad del capital, como porque el lenguaje que designa los problemas es una moneda falsa. Si «solidaridad» significa movilización bélica, vigilancia panóptica y marginación de quienes disienten, egoísta e inhumano es quien demuestra, desde su lugar, que la aceptación supina tiene límites. La novedad que marca el actual régimen epistemológico es que las propias banderas del vínculo social y la ciencia se convierten en puro sinónimo de fuerza gubernamental y nada más. Ante nuestros ojos, hay un pluralismo de creencias y rupturas epistemológicas en el fondo de la realidad, proliferan las visiones alternativas, las narrativas y los núcleos de verdad se dividen y multiplican en el plano neutro y horizontal de la misma arena pública de expresión digital en la que el criterio de certeza se pierde, no existe o genera sospecha. Científica es sólo la medida, la ley y la imposición que se decide que lo sea. Moral y responsable es el comportamiento que acompaña la continuación del circuito ordinario de producción y consumo, peligrosos y nihilistas los que en cambio lo bloquean o entorpecen. El trabajo, el consumo y la circulación están del lado del bien, la protesta, la falta de voluntad e incluso la duda están antropológicamente fuera del espectro de los motivos dignos.

 

Primer pasaje

El modo en que esta nueva moral y esta nueva epistemología se entrecruzan con todo el continente de articulaciones digitales que se resume eufemísticamente con la etiqueta de «inteligencia artificial» debe ser tematizada con fines estratégicos: un complejo de opciones predeterminadas, restricciones invisibles y situaciones obligatorias que se sustancian en dispositivos tecnológicos y que dirigen nuestro comportamiento para asumir una acumulación incremental, un quid de poder renovado con cada gesto, acto, elección. Detrás de estas opciones y huellas está el cierre circular de continuas clasificaciones –una idea de clasificación en sí misma, disfrazada e incrustada en la matriz de la tecnología (Kate Crawford, Dan McQuillan)[ii]– que encierra lo arcaico bajo los velos del progreso. Las viejas formas de opresión se pintan superficialmente con el barniz de la nueva computación algorítmica recién teñida, como en esas interfaces telemáticas que simulan las respuestas de una IA para placer del usuario, ocultando la existencia de un operador humano. Al hablar de poder algorítmico, hay que tener en cuenta que los dispositivos de clasificación e inteligencia artificial no describen en absoluto –con sus porcentajes de precisión predictiva y exactitud científica– a los sujetos y comportamientos cuya realidad pretenden informar y cuyas decisiones inducen, sino que los crean a través de sus propias categorías. La extracción de datos y su imposición actúan mediante efectos de retroalimentación, bucles performativos que reiteran y cristalizan sus resultados con una verificación retroalimentada, una adaptación de los sujetos a la verdad producida sobre ellos. Recursividad y performatividad son los elementos que hacen efectivos los datos y a su vez los confirman, produciendo la ilusión superficial y racionalista de una mirada incorpórea que no se encuentra en ninguna parte.

Esta idea de clasificación determina, cada vez que talla una etiqueta sobre alguien, el mandato de ajustarse a la verdad positiva que el aparato de objetivación propone como marco científico sobre esa clase de individuos, lo que conduce a un grado adicional de consolidación del dato en la siguiente vuelta de la espiral de refuerzo (Curcio). Si no es nada sorprendente que los programas informáticos algorítmicos aplicados a la organización del trabajo, las prisiones, el funcionamiento de los tribunales o la asignación de subvenciones, rastreen el anormal sesgo racista y misógino, la profunda violencia de clase inscrita en la cosmovisión –y por tanto en los archivos de datos– de las instituciones de las que dependen, hay que tener en cuenta que no hay nada esencialmente nuevo en todo ello. El uso de criterios matemáticos para cubrir la circularidad operativa del propio marco de investigación instrumental (con el resultado de que se moldea y consolida con cada nuevo uso del instrumento) el racionalismo psicótico y la idea positivista de modelar la división óptima de las cosas, los comportamientos, los tipos de personas, es lo que une la esfera de la IA con la devastadora violencia epistémica que es un legado de su antepasado directo, la ciencia estadística. Que todo el arsenal de esta ciencia haya penetrado íntimamente, desde sus inicios, en el programa sistemático de darwinismo social, de supremacismo racial y de eugenesia perseguido por todos sus padres fundadores –de Spencer a Galton, de Grant a Pearson– con la instancia motriz de definir y promover las características «más aptas» para el fortalecimiento y la reproducción de la máquina social, no impide que su vocabulario y sus lentes sigan consagrados al corazón de la mirada del Estado. Un corazón trasplantado al centro del algoritmo, donde la ‘datificación’ del mundo no refleja nada sino que induce, impone y encierra: es por su tremenda eficacia respecto a este objetivo que, a pesar de sus constantes y omnipresentes agujeros cognitivos, continúa su andadura en etapas forzadas.

El crowdworking, el testeo y la recolección de datos son llevados a cabo por los sujetos expropiados en un mecanismo de reducción al valor, a una forma estática y fija, calculable porque es capaz de una gestión probabilística cuyo fin no es cognitivo sino instrumental: modelar el objeto cuya verdad se quiere devolver, en un efecto de retroalimentación que refuerza cada vez más el fundamento del dispositivo. En esta mecánica coexisten la virtualización máxima y una intensidad de explotación que remite a la plusvalía absoluta, un extractivismo algorítmico que es a la vez físico y espiritual. En este sentido, tras la fachada inteligente se ocultan capas arcaicas del tiempo; el presente, sin embargo, no es contemporáneo (Ernst Bloch)[iii], entre otras cosas porque lo «humano» removido como apertura y sentido, resto respecto a la máquina, respecto al fondo manipulable, emerge bajo aspectos y léxicos antitéticos al horizonte del progreso y la izquierda. Un pequeño y obvio paréntesis sobre la evocación de lo humano que se hace aquí en oposición a las sirenas del «transhumanismo contemporáneo». Ya Heidegger, en su carta a Jean Beaufret de 1969, dice que el humanismo como concepción metafísica no tiene una idea suficientemente elevada del hombre, al que reduce a sustancia y género estático en lugar de a apertura, por tanto, a posibilidad siempre incompleta. En este sentido, es la metafísica aplicada a la técnica que hoy reside en el transhumanismo, pero incluso antes en todas las clasificaciones operativas ocultas tras los dispositivos tecnológicos, que reducen lo humano para fosilizarlo en una identidad, en algo estático y separable que, una vez encasillado en el quadrillage* de informaciones recogidas sobre él, puede ser tratado a voluntad. Los no movimientos o movimientos espurios que se desbordan en el repertorio de las revueltas no son reconocibles en la gramática política que se ha transmitido durante décadas en torno a las filiaciones imaginarias de la secuencia del movimiento obrero.

Por eso tales revueltas identifican –de forma instintiva pero lúcida– a su enemigo en la figura de la izquierda[iv], pero asumen automáticamente los rasgos de aquello que reacciona ante su lógica traidora. Hay una razón para este cambio semántico: el bien común climático consiste en la declaración del estado de emergencia y la revalorización de la energía nuclear, el verde es la cara de la reestructuración capitalista que destruye el agua y la tierra en nombre de las energías renovables, y finalmente un experimento masivo de exclusión de la posibilidad de existencia pública -apoyado por una licencia telemática- se convierte en el precursor de nuevos horizontes de socialización forzada. Se comprende entonces que las respuestas a estos saltos adelante del mando toquen con sorprendente precisión -pero a veces con una aguda especularidad- todos los núcleos estratégicos de la dominación. Los levantamientos del futuro serán antiecológicos y «de derechas», precisamente porque reconocen en las buenas razones que se les oponen una pura y simple técnica gubernamental destinada a acallar. Sin embargo, estar proscrito de la existencia pública, reducido a lo indecible e impresentable, no es necesariamente la condición para separaciones más firmes y agresivas. El conspiracionista, el no-vax, el anti-occidental y el desertor del frente del bien, son una caja opaca en la que los marcos de la información corren el riesgo de encallar. No se puede predecir lo que saldrá de ello. Declarar una emergencia infinita sobre la que basar las operaciones de poder conlleva siempre el riesgo subyacente de sentar las bases de una verdadera emergencia.

 

Folk devils

La cuestión candente a la que se enfrentan los revolucionarios que tienen el valor de no dejarse cegar es cómo posicionarse dentro de este campo. Aquellos que han visto en las medidas de emergencia durante el periodo pandémico una movilización total que no deja inalterados sus supuestos, aquellos que leen en lo que se jugó detrás y a través de los aspectos sanitarios del Covid 19 un salto decisivo que deja huella, que no permite volver a ninguna normalidad, deben dotarse de nuevas herramientas. Si el debilitamiento de los principios hegemónicos caracteriza un poder anárquico y sin fundamento, si la crisis de la representación (Camatte) deja que el valor funcione como una cáscara vacía que se alimenta de sí misma, como un poder desnudo, parece que sigue existiendo la posibilidad de un afuera y de una secesión ética, de un agujero en el tejido del mando difícil de reducir y definir. Que existe y da miedo. Los fenómenos disidentes centrados en las pandemias, la salud, la guerra, la unidad social y el progreso, son esta monstruosa disimilitud que, reducida a una serie de demonios populares fotocopiados (no vax, putinista, teórico de la conspiración, negacionista del clima, saqueador nihilista de las banlieues), refleja un mando que es moralmente imperativo porque reacciona ante el vacío de valores unitarios, irremediablemente consignados a la pluralidad discursiva y epistémica. La izquierda «radical», por su parte, reclama de las revueltas una trascendencia, una visión de conjunto y un horizonte (reconocible y creíble) de sentido que no encuentra en ninguna parte y que ella misma desconoce. Las innumerables invectivas contra la subalternidad antropológica y cultural de los insurrectos, el reinado de individuos soberanos portadores de un modelo de existencia subordinado a la hegemonía neoliberal, su otra cara, delatan una incomprensión fundamental de lo que siempre han sido las revoluciones.

La conciencia, el ser de la teoría y el ser de la clase, la determinación positiva del proyecto político a partir de la experiencia material -la clase en sí y la clase por sí- siguen siendo un círculo vicioso que se repite de la misma manera, primero tragedia y luego farsa. Nadie se da cuenta de que el estigma de hoy es el mismo que el de ayer: desde el subproletariado italiano que incendia la Piazza Statuto hasta los habitantes de los suburbios que se apropian estúpida y obstinadamente de las mercancías. Algunos, en cambio, sacan las despreciables[v] consecuencias: la antropología capitalista contamina los levantamientos de los racializados con la misma negatividad salvaje que se expresa en todos los levantamientos. Uno se apresura, pues, a trazar las líneas para mantener a raya a los bárbaros[vi].

Si bien es cierto que el espacio de la circulación toma parcialmente el relevo del espacio de los lugares productivos en el interregno entre repertorios de acción que marca esta época de transición, como señala Joshua Clover, esto no implica ninguna «economía política del conflicto». Siguiendo esta idea contradictoria se retrocede al infinito en la identificación del criterio de dónde es posible la lucha dentro de la lucha y dónde, en cambio, la ira popular está ontológicamente consignada -como Clover ha dicho esencialmente en varias ocasiones sobre los levantamientos de la fase pandémica- a una dirección política reaccionaria. Todo lo que queda es una oscilación circular entre los dos contrasentidos de un determinismo de la composición de clase y un fetichismo de la palabra. En un caso, se retrocede de los repertorios formales -gestos y prácticas- a la centralidad de los sujetos, en su mayoría delimitados sociológicamente en la jerarquía de las relaciones capitalistas. Mecánicamente se deriva entonces la posibilidad de la bifurcación de los conflictos de una obtusa lectura marxista de las fracciones sociales y de clase, pero sobre todo se cae descaradamente en la trampa, porque a los ojos de cualquiera que vea, los no-movimientos de los gilets jaunes, el Convoy de la Libertad, las protestas contra el pase sanitario o incluso, hace años, los Forconi en Italia, están unidos no sólo por el mismo repertorio de acción, sino también por el mismo conjunto heterogéneo de fuerzas sociales proletarizadas. Queda la segunda opción, que devuelve plenamente el prisma de las luchas de circulación a la colmena de la izquierda: la vara de medir para evaluar las luchas redimibles son los enunciados que se refieren al campo de la emancipación, a un lenguaje políticamente reconocible. Huelga decir que esta vara de medir tampoco funciona, restableciendo también la estúpida idea liberal del conflicto político como diálogo e intercambio de puntos de vista entre sujetos (Wollheben, Turín) en lugar de identificar los nodos que las luchas tocan materialmente.

En un libro que sigue figurando hasta hoy entre las mejores obras sobre Marx, porque señala sus deudas metafísicas con el proyecto de la técnica moderna, Kostas Axelos muestra la falacia de la idea de que la dialéctica entre dos clases o fuerzas sociales resuelve la fractura dentro de una formación histórica y permite superarla: el antagonismo dualista es roto por una tercera fuerza que irrumpe desde fuera y cambia el marco de la existencia histórica.

 

La transición de una etapa histórica a la siguiente no fue el resultado de la victoria de los explotados sobre los explotadores, sino de un agotamiento interno y de la manifestación de una nueva «tercera fuerza». El antagonismo dualista fue suprimido y superado por una tercera fuerza que suprimió y venció a las dos partes enfrentadas; los romanos lograron la victoria sobre los griegos, y los bárbaros suprimieron el mundo grecorromano, que fue incapaz de sobrevivir; y la Edad Media encontró su fin gracias al desarrollo de la burguesía e ‘independientemente’ de la lucha que oponía a barones y siervos. Por lo tanto. ¿Es posible excluir que el antagonismo actual (capitalistas y proletarios) sea suprimido y superado sin que se produzca una victoria final de unos sobre otros, sino el desarrollo de una tercera solución que, sin duda, puede surgir desde dentro?[vii]

 

Es de esta tercera fuerza de la que hablamos, de este residuo respecto a lo maquínico, lo visible y lo explotable. Una fuerza profunda y oculta, que sólo se convierte en sustancia cuando ya está atrapada en la máquina extractiva y computacional del algoritmo o de la vigilancia biopolítica. Por eso la ecología política es, en su pose de programa de solución y gestión racional de las catastróficas secuelas de la distopía capitalista, esencialmente extractivismo[viii]. Porque incorpora y digiere en las redes de la economía lo que era invisible para la cuadratura moderna del sujeto soberano y la técnica colonizadora: la naturaleza, los no humanos, la reproducción, el no trabajo o incluso el Afuera como tal, que entonces deja de serlo. Como ya había visto Cesarano en el 73, la utopía del capital ya no es sólo la continua y cada vez más desinhibida expansión asimiladora hacia los recursos libres, la apropiación desenfrenada que se estrellará estruendosamente contra el muro de nuestros límites biofísicos, sino que puede y debe combinar esta faz con la asimilación de la conciencia ecológica como explotación extractiva de la conciencia de especie. Nuevas áreas, nuevas preocupaciones y soluciones para mantener el mismo proyecto de otras maneras, teniendo en cuenta finalmente que los actores del planeta están conectados. La ecología política es el complemento vital terminal de la economía política.

Lo que se llama el problema de la composición gira en torno al mismo nudo, pero en parte lo malinterpreta: la vorágine de subjetividades dispersas que el universo totalizador del movimiento obrero deja huérfanas, en la era anárquica de un capitalismo sin más fantasmas hegemónicos, da lugar a la desorientación y a un campo de experimentación. Las políticas identitarias pueden convertirse, a partir de un agarre abrumador, en «no movimientos» que se mueven a partir de cuestiones parceladas y fragmentadas, que en su pico de intensidad pueden trascenderse a sí mismas y trastocar incluso su propio marco de partida. En las revueltas, las esquirlas del mosaico posmoderno de identidades plurales se niegan a sí mismas, como en las antiguas estaciones revolucionarias la clase tenía que negarse a sí misma. Pero aquí no hay una transición dialéctica que se despliegue por sí sola, y nadie se hace ilusiones al respecto. Al mismo tiempo, tampoco la estrategia de añadir una lucha a otra -racializados más explotados más mujeres más precarios más estudiantes más extremistas éticos más…- conduce a ninguna parte, precisamente porque en el punto álgido de los conflictos los protagonistas, con sus contornos ya precarios, se difuminan aún más. Así que puede que la cuestión no sea componer las luchas a partir de sus razones y diferencias -con el riesgo de que la red vital de matices y pliegues reproduzca el tejido envolvente de una razón política democrática (del parlamento de las cosas al parlamento de las luchas)-, sino hacer inadmisibles las razones de las propias luchas.

Una revuelta de automovilistas contra el coste de su circulación forzada se convierte en el sitio de emergencia de un pueblo que no existía (un populismo extático, lo han llamado algunos); la ola de disturbios tras la muerte de George Floyd adquiere una composición que, en su momento más radical, ya ni siquiera es mayoritariamente negra; por último, las protestas contra las medidas sanitarias de emergencia para contener el Covid-19 contenían in nuce la renuencia de las masas a dejarse gobernar. La clase, por tanto, no es una de estas casillas identitarias, en las que la fuerza subversiva se reduce a un género estático y a un trasfondo gubernamental, sino precisamente el anonimato que emerge cuando se rompen estos encasillamientos. Y por eso, por supuesto, no es clase y no puede clasificarse.

Lo que queda por observar, sin embargo, es que las políticas identitarias que se reproducen como tales son legitimaciones violentas de la normalidad y puntos de aplicación de las operaciones gubernamentales: hay que tener cuidado dónde se mira, qué campo se elige, porque el lenguaje del enemigo está inscrito en las opciones más fáciles. La reestructuración excluyente del espacio público y el ecologismo, el feminismo[ix] y la ideología del cuidado que se prestan a la biopolítica autoritaria, la protección de las minorías y las campañas militares, son deslices igualmente peligrosos que, en el fragor de las luchas, se mezclan con la nebulosa que responde a la etiqueta de conspiración. Una palabra que encierra un dispositivo mortífero para desactivar preventivamente cualquier arma crítica[x]. En esta nebulosa surgirá el empuje de muchas luchas futuras. Se trata entonces de encontrar un modo de convergencia capaz de desertar del campo enemigo, de perseguir no la pureza del lenguaje, sino la fuerza real de la separación. En este sentido, una lucha ecológica contra el impacto de las energías renovables y eólicas o contra la destrucción verde de un ecosistema, por ejemplo, ofrece más posibilidades que otras reivindicaciones. O bien se encuentra el punto de conexión entre los movimientos espurios del universo conspirativo –los objetos políticos no identificados de rebelión que se mueven contra la izquierda– y, por otro lado, lo que sigue siendo más vital en las luchas por el medio ambiente, más allá y en los márgenes de la ecología política, o bien estos últimos son irreversiblemente relegados a la recuperación y utilización por parte del enemigo. Al mismo tiempo, la nebulosa de los regímenes de verdad alternativos, dejada a su devenir espontáneo, es capturada por la bifurcación reaccionaria. Es la conspiración la que puede salvar las luchas ecológicas y redimir su significado, fuera y contra la izquierda, y no al revés. Demasiado para explicar a los incivilizados que el enemigo no es el Gran Reseteo, sino el capital. Está claro que una solución revolucionaria y estratégica a estos problemas no puede reducirse a la vieja idea pedagógica de la disputa por la hegemonía, de la batalla de ideas y propuestas. Hay que poner en el plato otros elementos.

 

 Formas de la separación.

 Aparte de todo lo demás, es evidente que en torno al concepto de «transcrescencia» de las luchas, de cómo una secuencia de revueltas puede desembocar en un devenir revolucionario, hay un gran vacío por nuestra parte. Un vacío teórico y estratégico, pero incluso antes que eso, un vacío imaginativo. Está claro que, aparte de las numerosas recetas socialdemócratas con diversas pretensiones insustanciales de radicalismo -poderes constituyentes, poderes instituyentes, poderes intersticiales, poderes duales, neoestatalismo y neomutualismo, lo que sea-, todos los esbozos actuales de un pensamiento estratégico revolucionario pasan por el nudo de la «autonomía». Una palabra reinventada más allá de la referencia obrera en mil significados, formulaciones y perspectivas, que tampoco nos deja nada claro e inequívoco entre las manos.

Por un lado está la crítica histórica de Bordiga al consejismo y a la idea de autogestión, pero en general al compromiso de concebir el derrocamiento revolucionario y el comunismo en continuidad con la sociedad capitalista. Una continuidad con sus aparatos políticos en el caso del reformismo y con sus órganos de gestión económica en el caso del mutualismo o del consejismo. Ahora bien, en Gli scopi dei comunisti Bordiga quiso atacar la posición del «Ordine Nuovo» durante la ocupación de las fábricas. Sin embargo, si las instituciones que tienden un puente sobre la gran catástrofe del modo de producción actual que es la revolución comunista, al reducir la profundidad de su cisma, ya no conciernen a la clase obrera sino a algún otro sujeto -o no sujeto-, la crítica no pierde su agudeza. Después de todo, la tesis de Phil Nell[xi], cuando rechaza las vagas ambiciones de las islas libertarias con respecto al poder de una dinámica insurreccional que debe surgir del límite inmanente de las luchas de clases, sigue insistiendo en este punto: o la proximidad comunista autosatisfecha, o la experiencia de las revueltas. Y no se equivoca.

Por otra parte, hay una serie de posiciones que de diversas maneras tratan de identificar en torno a la idea de autonomía -y de composición entre formas de vida autónomas que surgen en el seno de luchas localizadas- un tipo de sustracción ofensiva que responde a la necesidad de duración organizativa más allá del acontecimiento de la revuelta, sin retroceder ante la primacía de la confrontación. Es la autonomía en el conflicto que responde a la profundidad destructora y desestructurante de las revueltas para hacer habitable y denso el cisma, como escribía recientemente Adrien Wohlleben[xii]. No cabe duda de que éste es el camino. Por otra parte, construir islas no es, como explica claramente Jérôme Baschet[xiii], lo mismo que encerrarse en aislamientos.

Los problemas, enumerados brutalmente, son esencialmente dos: el primero se refiere a la posibilidad de recuperación política que socava fácilmente los desarrollos de las luchas «territoriales«, sobre todo si la clave para reforzar su infraestructura autónoma que se condensa con el tiempo reside en una idea de «composición» que puede declinarse de muchas maneras. En efecto, una cosa es combinar ritmos e intensidades políticas que encuentran un equilibrio capaz de aumentar la potencia en función de factores coyunturales, incluso mezclando lenguajes y actitudes, para hacer de este encuentro una operación ética y estratégica que debe coincidir con el gesto de la destitución. Otra idea es en cambio, siempre dentro de luchas que a menudo se mueven en la caja de Pandora del ecologismo, -se pueden leer de nuevo las líneas de Cesarano, en el 73, sobre la «civilización del hambre», demasiado rápidamente desestimada y burlada- hacer la combinación entre los sujetos políticos en el campo.

Esto es especialmente cierto en relación a las movilizaciones que tocan esos ámbitos de lo verde y el medio ambiente que, como alguien ha señalado correctamente, han suplantado a la Sociedad en la constitución de una posición extraterrena y sobrevolada respecto a la cual los cismas y fracturas son reabsorbidos en la generalidad cohesiva que garantiza a la governance capitalista su referente inerte a gestionar[xiv]. Ser extraído y absorbido, reducido a la razón, es la instancia de la separación y de la destitución como trayectorias que no se reducen a los criterios de una posibilidad de discusión democrática, que no entran en el horizonte analizable de los problemas. En este sentido, de nuevo, el ecologismo es extractivo en la medida en que integra lo indecible de la separación –el rechazo que afirma– y lo recodifica en los términos incurablemente democráticos de las preguntas, las propuestas y las soluciones. De hecho, lo más urgente es desarrollar luchas sobre los territorios como entornos vivos a defender, cristalizadas en relaciones de lucha, fuera del marco del ecologismo gubernamental y contra él: si las externalidades destructivas de la máquina computacional de la economía son un terreno ineludible, quienes interpretan una parte de esas externalidades como una crisis a gestionar según un código moral técnico-represivo e impolítico en nombre del cual desaparecen los conflictos –las siglas son diferentes en toda Europa– no pertenecen al campo de los aliados posibles.

Precisamente porque la supervivencia biofísica del planeta, codificada en los términos de la ecología, es un problema de época, escinde los ejes de reconocimiento y confrontación de maneras inéditas y complejas. Precisamente porque es el problema de nuestro tiempo, no puede reducirse a la superficie discursiva, sino que debe comprenderse en la profundidad con que trastoca las identidades y las respuestas políticas: en torno a él se juegan nuevos frentes polarizadores, opacos, difíciles. Es necesario encontrar alianzas que permitan que las resistencias territoriales no queden aplanadas a un campo de izquierdas intrínsecamente hostil, y así mantener la puerta abierta a esas indisponibildades que tejen la maraña del ecologismo con planteamientos menos obvios y unánimes que los del activismo climático. Quien resiste a las energías renovables, a los dispositivos de vigilancia inteligente[xv] que llenan de cámaras las zonas urbanas con la justificación de controlar las emisiones, quienes no quieren pagar los costes adicionales del combustible y la calefacción para avalar una «transición ecológica» que no tiene ningún significado (como explica Fressoz, nunca ha habido, en la historia del capital, una transición energética), atacan la catástrofe medioambiental desde un punto más arriesgado y avanzado.

La cuestión consiste propiamente en buscar las huellas del conflicto, subterráneas y vilipendiadas, que amenazan el entendimiento catastrófico entre el continente smart, la acumulación verde y las mallas de la sociedad de control: carrera de energías renovables a costa de los territorios habitados, «zonas de bajas emisiones» y ciudad de 15 minutos equipadas con ojos electrónicos para seleccionar y registrar los flujos de tránsito en los centros urbanos (y proyectos anexos de videovigilancia y detección biométrica), circunvalaciones de autopistas en el corazón de las recetas de la renovación verde, «ciudadelas de la salud» asfaltando parques y lugares de encuentro ya atravesados por la densidad de uno uso común. Buscar sistemáticamente estos obstáculos y estorbos es rastrear en ellos una capa diferente de vitalidad, un rechazo irreductible a plegarse a la idea hegemónica del mundo y de la existencia. Esto va más allá de la coherencia argumental de tales caminos, que en cualquier caso es mucho más sólida –a menudo y de buen grado– de lo que la infame máquina del anticomplotismo nos quiere hacer creer. El presente está lleno de núcleos disímiles de rechazo y desgana, potencialmente en guerra, en medio de los cuales brotan vías de salida y deserción. Pero adentrarse en este submundo significa renunciar a cierta lógica de visibilidad y accesibilidad propia de la política, con su parafernalia de propaganda y consenso. Significa adentrarse en el terreno sombrío de la conspiración y las solidaridades ocultas que van más allá de la representación y la identidad. Desde sus orígenes, el marxismo ha querido liberar al movimiento obrero de esta dimensión de promiscuidad original con su sombra conspirativa: lo hizo declarando la guerra a las «sectas» y a las sociedades secretas, proclamando la necesidad de una política de masas, representativa, pública y a la luz del día. Hoy, volver a abrazar este espacio significa buscar comprensiones fuera de la retícula de reconocimiento que proporciona la representación política, buscando en la materialidad de los encuentros contra algo que se desprecia, por un uso vital que se quiere preservar o afirmar conjuntamente. Esto sólo puede ocurrir fuera de la racionalidad transparente de las propuestas y los programas.

 

La Gran Revolución

El gesto que acompaña a esta actitud ética y estratégica de separación es, pues, una búsqueda permanente de focos de disidencia y de grumos de intensidad que puedan dividir la máquina social o atascarla, multiplicando las fracturas en lugar de componerlas. Ante esta tensión ética, el lema de la «revolución»     –como concepto político y herencia ideológica– es presagio de una pesada hipoteca. Un somero vistazo a la turbulenta y tormentosa gestación de este concepto plantea enormes problemas respecto a su abrazo mortal con la constitución moderna de la política: las revoluciones astronómicas conforman el significado del movimiento revolucionario (Polibio), luego viene la «Revolución» que ineluctablemente sostienen los primeros pasos de la civilización burguesa, a partir de la fecha simbólica de 1789. Sobre el significado de la Gran Revolución, como la llama Kropotkin, se ha representado un teatro de lecturas que ha dibujado, a través de la interpretación histórica de aquellos acontecimientos, la proyección de posiciones y actores que han marcado las vicisitudes del movimiento obrero. También a través de los balances realizados por el pensamiento revolucionario, de Mascolo a Guerin, de Camatte a Rocker. Ahora, los revolucionarios debemos asumir la idea de soberanía que conlleva el concepto de revolución, más allá de las disputas terminológicas, para marcar con mayor claridad y profundidad el pathos necesario de la distancia que nos separa de la ciénaga de la izquierda. Y de la catástrofe de la modernidad occidental.

En el pensamiento de Saint-Just, primer creador de la categoría política moderna de la revolución, encontramos una verdadera metafísica de la institución: «[…] todo camino que conduce al orden es puro» (Saint-Just, L’esprit de la Révolution). Una metafísica articulada y compuesta que nos permite captar lo que está en juego en este concepto, vislumbrar sus frutos. En efecto, en las sangrientas luchas intestinas que atenazaron los años de la «Convención Nacional», llama la atención cómo el vocabulario de los republicanos –y de Saint-Just en primer lugar– se organiza en torno a la polarización entre el campo positivo de la «representación nacional», flanqueado por el término impersonal de «soberano» («todo lo que está fuera del soberano es un enemigo»), y en las antípodas el espectro de la anarquía, agitado como una amenaza por todos los contendientes. Brissot y los girondinos denuncian la anarquía provocada por los sans-cullotes y los clubs jacobinos: «Es desde el principio de la Convención que denuncio la presencia en Francia de un partido desorganizador, que intenta disolver la república en el momento de su nacimiento. La existencia de este partido ha sido negada, los incrédulos de buena fe deben ahora declararse convencidos”. Saint-Just y los Montagnards acusan a sus adversarios de conspirar para difundir el fantasma de la anarquía y, mientras tanto, producirla realmente, llegando así a fragmentar la república: «la anarquía era el pretexto de los conspiradores para comprimir al pueblo, dividir los departamentos y armarlos unos contra otros».

Que la representación soberana esté dividida es el temor obsesivo que anima a los jacobinos, hasta el punto de que cuando Saint-Just interviene sobre la subdivisión de Francia en departamentos, la cuadrícula sin adornos (Piero Violante, El espacio de representación) que vincula el país al gobierno revolucionario –esta absurda paradoja, como dirá Jean Varlet– preconiza una división basada en la unidad de la población y no del territorio, precisamente porque este último ensombrecería la posibilidad de la división y el odiado federalismo. Tres factores se combinan en la visión revolucionaria de Saint-Just, como ya se ha señalado: el heroísmo, el terror y las instituciones. El heroísmo es el espíritu revolucionario, de «excitación constante», que hace de Saint-Just el creador, como señala Camatte, de la idea moderna de revolución permanente: «lo que no es nuevo en una época de innovación es pernicioso», escribe en el célebre Rapport sur le gouvernement del 10 de octubre de 1793. Y de nuevo, en el mismo discurso: «Los que hacen revoluciones en el mundo, los que quieren hacer el bien, sólo deben dormir en sus tumbas». El líder jacobino llega incluso a hablar de un estado de «anarquía saludable» que debe preservar el nacimiento de la libertad del retorno de la esclavitud, utilizando así el concepto de anarquía como sinónimo de emancipación de una forma totalmente inédita.

El terror es el instrumento necesario para defender la república del desorden y exorcizar la división, sofocando a los enemigos del orden revolucionario. Tiene el defecto de agotar los recursos del ímpetu popular que alimentan el heroísmo y consolidan la virtud republicana, como nos recuerda de nuevo Miguel Abensour a propósito de Saint-Just. Luego están las instituciones, la Constitución que pone fin a la sana anarquía y da un marco estable al ejercicio de la virtud a través de la ley. Este es el punto central, la Virtud, en torno al cual gira la teoría de la institución revolucionaria. La Gran Revolución representa, como explica Camatte, un pasaje en el que el flujo disolvente del capitalismo destruye los vínculos anteriores entre los hombres, pero sigue siendo incapaz de construir otros nuevos: por eso debe posicionarse como constituyente e instituyente, con el objetivo de establecer la virtud del ciudadano como modelo normativo y horizonte de valores, un verdadero tipo de hombre sobre el que pueda apoyarse la representación de la comunidad. Antes de que la civilización capitalista pueda deshacerse de esta unidad de justificación, tendrá que lograr su verdadera dominación. Por eso encontramos en Saint-Just tanto el germen moderno de la revolución indefinida y del proceso puro, sin sujeto y sin fin, como la idea del orden como representación que comparte con un autor como Sieyès, pero en el fondo también con el antiguo orden monárquico. De hecho, la centralización y la soberanía que se hacen espacio en el proceso revolucionario son las de una nivelación y reducción a la unidad que se juega contra el espacio gótico (Violante de nuevo) del viejo régimen aristocrático, con su urdimbre de franquicias y asimetrías, de prerrogativas y desigualdades, pero también contra cualquier otra rigotización de la sociedad que amenace el orden desde la pulsión popular, no aristocrática. En efecto, se puede sostener fácilmente que la arquitectura jurídica concebida por Sieyès tenía como objetivo principal contener este segundo espíritu partisano, no el monárquico (Roberto Zapperi, Alle origini del concetto di rivoluzione borghese). De hecho, el endurecimiento del orden y la centralización represiva que tuvieron lugar en 1973, explica Daniel Guerin, se dirigieron principalmente contra los hebertistas y la «izquierda». La imagen simbólica del poder que prevalece sigue siendo la de la esfera y el centro que irradia sin trabas su poder sobre todos los rincones del territorio, tan apreciado por Luis XVI.

La cuestión es que si en la revolución francesa –la madre de todas, dice Kropotkin– están in nuce las corrientes del movimiento revolucionario posterior, en primer lugar las libertarias y las autoritarias y jacobinas, hay que identificar sin embargo los límites de esta filiación. Aunque ciertamente el cúmulo de invenciones y formas organizativas que animan la tradición popular entre 1789 y 1793, en continuidad con un recorrido mucho más largo, son un rasgo del devenir revolucionario que recorre la historia de los oprimidos, es importante comprender que ni la representación constituyente ni la revolución permanente son un legado para nuestro partido. Ambos polos entran en la máquina ontológico-política de lo moderno que una acción destituyente debe resquebrajar. Profundizar y tejer un diseño subterráneo de formas y usos capaces de incidir en las luchas sin ponerse a la cabeza de ellas, de vitalizar una autonomía en conflicto sin el lenguaje de la política, significa también cambiar las coordenadas que nos atan a orígenes imaginarios. Ni el progreso subversivo ni la regulación política de la igualdad, sino la invención de la novedad radical en la reserva de recursos de las herejías comunitarias, la separación y el secesionismo ético. Somos el partido desorganizador.

 

Conclusiones provisionales

Resumiendo. Algunas conclusiones provisionales que deben extraerse se refieren a lo inmediato: las fracturas en el bloque de granito de este tiempo presente no tienen que ser inventadas por «nosotros», sólo tenemos que ser capaces de verlas. Las tramas subterráneas de disidencia y rechazo proliferan violentamente en torno a las cuestiones que están en juego en este momento histórico, desde la tecnología hasta el cambio climático, pero lo hacen en la más absoluta confusión. Una confusión que no conoce igual salvo dentro de nuestro propio campo, disperso y reducido a la mínima expresión, plagado de segundas intenciones, traiciones y llamamientos a la responsabilidad social. La emergencia no puede resolverse, por otra parte, con autonomía o pequeños grupos: necesitamos regulación, necesitamos mando, necesitamos orden y medidas a la escala adecuada. Frente al estado de excepción, necesitamos medidas de excepción, y calmar la intemperancia. Sería tedioso profundizar en la extrema estupidez de esta simulación de fuerza, realismo y previsión estratégica, que ha plagado a generaciones de la izquierda, incluso de la extrema izquierda, desde el «Manifiesto de los 16» hasta las interminables alineaciones que conducen invariablemente a las movilizaciones generales de la patronal. Baste decir que el plano de la realidad de estas conversiones a la realpolitik es siempre el equivocado, es el desperdicio y la cáscara vacía que deja el poder, en el que los revolucionarios de ayer siempre llegan tarde, derrota tras derrota, tragedia por farsa.  Corresponde a cada cual rellenar el vacío dejado por este señuelo y extraer los ejemplos que se le ocurran.

Igualmente inoperantes son esas minorías de subversivos que, anclados en su propio bagaje ideológico, quieren aparecer en la escena sublevada con la verdad en el bolsillo: sin una pesada carga de tácticas de postín, pero con la igualmente abrumadora reivindicación del poder taumatúrgico de la palabra. La perenne caída en el vacío de las elaboraciones más cuidadas y de los esfuerzos de claridad más ingratos no basta para disuadir a esta categoría de la eficacia de la fórmula programática y teórica que transformaría la torre de Babel de las revueltas populares –cada vez más contaminada de irracionalidad e inmundicia– en una crítica precisa del aparato militar-industrial, la biotecnología o el capitalismo cibernético. Fuera las desviaciones del reformismo, del particularismo, luego del complotismo y de los impulsos reaccionarios, para descubrir el fondo positivo de estas luchas: pero a fuerza de rascar el esmalte uno se queda en la irrelevancia, en el mejor de los casos la de las Cassandras.

Como tal vez pueda adivinarse por la progresión rapsódica de este escrito, la propuesta que se pretende alumbrar es la de una vía menos inmediata. Una vía que puede llamarse separación, destitución, sustracción, secesión conflictiva, pero que en cualquier caso difiere claramente tanto del giro reformista que lleva a reincorporarse a las filas de la izquierda (por miedo a las pandemias, al fascismo, a los bárbaros a las puertas), como de la re-proposición del proyecto revolucionario como trampa del antagonismo. Ambas soluciones están arraigadas en el arsenal de la política como preparación de una vanguardia, de una minoría directiva portadora de un proyecto universal, de una salvación y de una receta. Es el dogma de la visibilidad y el alcance lo que conduce a una recuperación constante. Ahora bien, incluso desde un punto de vista estrictamente estratégico y calculando la eficacia, todo este arsenal conduce siempre y en todas partes a la derrota y a la desorientación. Vale la pena tomar otro camino, intentar dar consistencia ética y humana a una fuerza común que consiste en dos cosas muy simples: formas de la más variada naturaleza, pero coordinadas y capaces de discusión, desde el colectivo de estudio al fondo de solidaridad, desde la cooperativa agrícola a la revista, que practican experimentos de sustracción creativa y son los gérmenes de pequeñas infraestructuras capaces de unirse, por tanto con vocación expansiva; grupos capaces de escuchar las luchas y los levantamientos para compartir recursos y capacidades, técnicas de la plaza, ofensivas y materiales.

Este segundo punto significa concebirse a uno mismo como minoría actuante de una manera distinta a la política, al léxico militante del proselitismo y la propuesta. Significa, en primer lugar, mantenerse abierto al acontecimiento vivificante de las revueltas cuando se producen, con su propia autonomía práctica de iniciativa y de conflicto, y también ser capaz de pensar en medios que permitan a las movilizaciones superar sus propios impasses a largo plazo, incluso más allá de los objetivos intermedios. La etiqueta de la destitución, fuera de torsiones académicas o ideológicas, ¿qué significa realmente? Y también diferenciarse del protocolo del activismo, ¿qué implica? ¿Retirarse a la inacción? Desde luego que no, pero se trata de dar contenido a estas indicaciones con un debate más amplio. Los movimientos de protesta de los últimos años ya han demostrado que son capaces de alcanzar por sí solos un respetable grado de intensidad conflictiva, pero se detienen en un umbral crítico a partir del cual la efervescencia se apaga. Si falta la solución del entrismo institucional, que ya ha demostrado su eficacia allí donde ha tenido espacio, ¿qué nos espera más allá de la circularidad de las mismas prácticas o de la agitación de un insurreccionalismo vacío? Estas son las preguntas a las que hay que responder más incisivamente: lo que se necesita no es una nueva teoría, sino pensar in situ los caminos a seguir. Y sobre todo, es necesario buscar en el futuro inmediato lo que las luchas pueden ser más allá de su cierre, perseguir estratégicamente un mantenimiento no «político» de su legado más allá del impasse de la salida revolucionaria, más allá de un antagonismo simétrico que las aplaste y de una neutralización reformista. Buscar sistemáticamente los conflictos que rompen el unanimismo, construir la organización para alimentarlos, agudizar la sensibilidad intelectual para comprender sus implicaciones. Estas son preguntas, ciertamente no respuestas. Pero a partir de aquí, una cierta idea de autonomía, que siempre ha dado paso a otras posiciones y tendencias, a la centralización y a la aceleración de las soluciones más fáciles y directas, puede imaginarse más allá del círculo ontológico-político de lo moderno. Incluso más allá de una idea de Revolución que nos condena a ser Sujetos de la misma, y mientras tanto a administrar la miseria política que la gran expectativa nos entrega. Una dinámica revolucionaria es, en cambio, otra cosa, que sólo podemos imaginar en destellos.

El ciclo de revueltas y plazas ocupadas que marcó las dos primeras décadas de la década de 2000 ha llegado a su fin en algunas formas desarraigadas, en una de ellas en particular. Una vez destruidos los tejidos de identidad y representación que inervaban las luchas del siglo XX –clase y nación, ante todo, pero como conceptos políticos–, los gestos de revuelta y los gérmenes de lo «común» se reiteran de forma circular. La revuelta es el grado cero de organización después de que el Gran Afuera del movimiento obrero haya sido absorbido y destruido, pero también es el síntoma saludable de su crisis. La comuna aparece en el «estar juntos» inconcluso de esas plazas que –decididas a no encerrarse pero desgarradas por cualquier experiencia compartida– se pliegan a los formalismos de la palabra. En esta agitación de encuentros más allá del sentido que buscan en el vacío, incluso durante el periodo pandémico, se mueve algo que puede transformar, en medio de lo cual buscar.

Michele Garau

[i] D. Mascolo, Le communisme. Révolution et communication ou la dialectique des valeurs et des besoins (1955), Lignes, Paris 2018, p. 559.

[ii] K. Crawford, Atlas de IA. Poder, política y costes planetarios de la inteligencia artificial. NED, 2023.

[iii] E. Bloch, “No-contemporaneidad y el deber hacia su dialéctica” , en Herencia de esta época, 1935.

* [cuadrícula, pero también división en sectores en el vocabulario militar y policial].

[iv] E. Riquelme, « Défaire la gauche », Entêtement, Marzo de 2023. Online : https://entetement.com/defaire-la-gauche/

[v] I. Segré, « Où situer l’”extrême gauche”. Réflexions sur les nuits d’émeutes », lundimatin, 11 julio de 2023. Online: https://lundi.am/Ou-situer-l-extreme-gauche

[vi] V. Gérard, Tracer des lignes. Sur la mobilisation contre le pass sanitaire, Paris, Mf, 2021.

[vii] K. Axelos, Marx pensador de la técnica, Ed. Fontanella, Barcelona 1969.

[viii] Sobre este tema, las lúcidas reflexiones de Mohand en las dos partes de su Bifurcation dans la civilisation du capital. Online: Bifurcation dans la civilisation du capital II – ENTÊTEMENT (entetement.com)

[ix] Se podrían decir muchas cosas sobre la parábola del feminismo, empezando por la vieja oposición entre el paradigma de la emancipación y el de la liberación, que, como nos recuerda Mario Tronti, se han enfrentado durante mucho tiempo en este campo del discurso y de la práctica. El primero buscando el reconocimiento jurídico de los derechos, el segundo cultivando gestos concretos capaces de dar poder. Ne croyez pas que vous avez des droits (No creas que tienes derechos) es el título de un libro que parece pertenecer a un pasado lejano. Al igual que parecen ecos de la época las reflexiones de Luciana Percovich en el prefacio de su libro La coscienza del corpo (La conciencia del cuerpo), en el que relata las consideraciones de una parte del movimiento feminista italiano que, en el momento de la legalización de los Consultori Pubblici (Consultorios Públicos) y de la aprobación de la Ley 405 de 1975, captó los riesgos de integración y recuperación, de sustracción de poder, que conllevaba este reconocimiento legal: Al igual que parecen un eco de la época las reflexiones de Luciana Percovich en el prefacio de su libro La coscienza del corpo (La conciencia del cuerpo), en el que relata las consideraciones de una parte del movimiento feminista italiano que, en el momento de la legalización de los Consultori Pubblici (Consultorios Públicos) y de la aprobación de la Ley 405 de 1975, captó los riesgos de integración y recuperación, de sustracción de poder, que conllevaba este reconocimiento legal: ¡ «Ese mismo año, presionados por la Ley de Consultas Públicas (…), rápidamente (!!), adoptada para llenar un vacío legal entre los derechos de las mujeres y los de los hombres, y los derechos de los hombres y de las mujeres en el mercado laboral, se adoptó la Ley de Derechos de la Mujer para proteger los derechos de las mujeres. ), adoptada para frenar un fenómeno que se extendía como la pólvora y tratar de recuperar su control de manos institucionales, médicas y religiosas, las mujeres que desde hacía algún tiempo establecían o creaban los distintos centros de asesoramiento feminista o centros médicos para mujeres se vieron en la necesidad de decidir, en un plazo muy breve, si transformarse en instituciones de servicio público o acentuar su carácter de «laboratorios políticos» de investigación sanitaria y médica.

[x] Un resumen muy claro de las contradicciones de esta categoría: A. Lolli, Complottismo e marxismo, online : https://www.machina-deriveapprodi.com/post/complottismo-e-marxismo. Del igual modo la reciente contribución al volumen M. POLESANA, E. RISI, (S)comunicazione e pandemia. Ricategorizzazioni e contrapposizioni di un’emergenza infinita, Milano-Udine, Mimesis, 2023.

[xi] P. Neel, Hinterland, Reaktion Books, Londres, 2018.

[xii] A. Wohlleben, Autonomy in Conflict, online: https://illwill.com/autonomy-in-conflict. Las contribuciones de Farrel y de Molinari están igualmente disponibles en la dirección– con una orientación más estrictamente estratégica– esta última siendo mucho más problematizada. H. Farrel, The Strategy of Composition, online: https://illwill.com/print/composition ; N. Molinari, Breaking the Waves, online : Breaking the waves. La alquimia de la ingobernabilidad – cuadernos para el colapso (noblogs.org). La diferencia entre estas aportaciones y la anterior de Mauvais Troupe es que, en esta última, la autonomía de las formas de vida no termina, sino que se prolonga el momento de la indigencia.

[xiii] J. Baschet, Basculements. Mondes émergents, possibles, désirables, Paris, La Découverte, 2021.

[xiv] Ni écologie ni société, online : https://lundi.am/Ni-ecologie-ni-societe

[xv]  Dos ejemplos. La sala de control de la ciudad inteligente es un sistema puesto en marcha por el ayuntamiento de Venecia y la empresa Tim que, gracias a una red de cámaras, ha creado en la sede de la policía local de la isla del Tronchetto una sala que ofrece una visión de toda la ciudad, de cada calle y de cada punto de la zona urbana. Sobre los objetivos y ambiciones de este centro de recogida de datos: https://www.ilpost.it/2022/06/10/venezia-smart-control-room/ El mismo experimento se está proponiendo para la ciudad de Florencia. El monedero inteligente del ciudadano es una propuesta experimental, aplicada por el ayuntamiento de Bolonia, de permiso de conducir digital para ciudadanos virtuosos, basado en un sistema de créditos que debería garantizar reducciones y ventajas económicas –mediante un mecanismo de adquisición de puntos– a los ciudadanos que, por ejemplo, no pongan multas, sean responsables en su consumo de energía y adopten otros comportamientos que merezcan ser tenidos en cuenta. Assemblea Romana contro il Green Pass, La variante dell’indisciplina. Sulla lotta contro il green pass e il dominio dell’emergenza, en línea: https://www.nogreenpassroma.org/2023/02/07/11-febbraio-2023-carnevale-in-mascherina/

* [N. de T.] Transcrescencia es un término utilizado por Jacques Camatte para describir la transición del capitalismo a una etapa más radical, que ahora ya no necesita niveles de mediación, puesto que la ley capitalista ha impregnado completamente la sociedad y a sus sujetos. Por ejemplo, el trabajo ya no aparece como una contradicción dialéctica con el capital, sino que se convierte en parte del capital. Así, el capitalismo ya no es una forma económica, sino una civilización