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LA ILUSIÓN ESTATAL

[Entrevista a los redactores anónimos del libro Manifeste Conspirationniste (2022), en la revista Suiza Moins ! Journal romand d’écologie politique Nº68 – Enero y febrero de 2024 (pp. 18-19). El libro fue editado en Francia por Éditions du Seuil –conocida y «célebre» editorial en tierras francesas–, aquí ha sido publicado por Pepitas de Calabaza.]

 

LA ILUSIÓN ESTATAL

Obra fuera de lo común y anónima, el Manifiesto conspiracionista (Seuil, 2022) [en castellano en la editorial Pepitas de calabaza, 2022) ]despliega un conjunto de ideas para un argumentario acusatorio repleto de referencias y sin estructuración explícita. La «conspiración» –que el sentido común asocia de buen grado a complots secretos urdidos por unos cuantos villanos malintencionados– arroja luz sobre la organización de la moderna desposesión de los seres humanos. Ejemplo tras ejemplo, se ve cómo la gobernanza se desarrolla en la serenidad de los salones y de ejercicios de simulación de la vida real. El Estado se revela a la vez como una máquina de alienación y una cortina de humo para desviarnos de los lugares del poder efectivo. Un manifiesto que nos invita a respirar juntos, contra el mundo-máquina. ¡Entrevista exclusiva!

Publicado en enero de 2022, el Manifiesto parece que ya no está disponible. ¿Qué ha pasado?

Puede parecer una locura, pero este libro ha sido despublicado, a pesar de que se vendía bien, o incluso mejor que nunca. Que nosotros sepamos, es una novedad en la historia de la edición francesa: una despublicación con restitución integral de los derechos franceses y extranjeros, de cuentas y stocks. Se sabía que un tweet o un post de Facebook se podía «despublicar» en un clic, pero un libro… eso no se había visto nunca. Y todo ello ha transcurrido en el mismo gran silencio cómplice que ha rodeado y sigue rodeando los abusos inverosímiles que han marcado la gestión de la Covid y su solución vacunal.

La insurrección que viene, el libro del Comité Invisible, había sido incluido integralmente en un expediente de instrucción antiterrorista, algo no visto desde la guerra de Argelia. Ahora, con la despublicación del Manifiesto Conspiracionista tras más de un año de distribución comercial, hemos sentado una especie de precedente, un precedente tanto más inquietante cuanto que interviene sin ruido ni escándalo, con nocturnidad. Hay que verlo como un homenaje del vicio a la virtud, o más bien de la mentira a la verdad. Por lo demás, cuando esto ocurrió, no pusimos el grito en el cielo ni buscamos gloria por ello. La época soporta dosis cada vez más ínfimas de verdad, particularmente el público francés, con su racionalismo mórbido, su cientificismo atávico y su grandiosidad nacional. Y este libro contenía dosis masivas de ella. Hay que decir que desde su publicación, e incluso antes, las presiones a Seuil tanto internas como externas, incluídas las policiales, nunca han cejado en el empeño de hacerse con su pellejo. La formidable voluntad de no saber, que aflige ahora a la mayoría de los que pretenden ser críticos sociales, ha llegado a hacer desaparecer la afrenta que representa el Manifiesto para ellos. No se podía imaginar una confirmación más perfecta de sus tesis.

Lúcido y necesario para unos, peligroso para otros, el libro ha recibido una acogida muy contrastada. ¿Cuál era su objetivo?

¿Contrastada? ¡Estáis siendo educados! No, uniformemente hostil, al menos en Francia. Todos aquellos que, ya fueran periodistas, izquierdistas, gente de «cultura», ambiciosos, cobardes o influenciadores, habían apoyado con sus acciones u omisiones la gestión gubernamental de la Covid, se sintieron legítimamente atacados.

El hecho de que los libreros de izquierdas se hayan creído en la obligación de esconder el libro en el fondo de sus estanterías para no ser acusados de «conspiracionismo» es en sí mismo cómico, aunque diga mucho del grado de terror ideológico reinante, pero no deja de inquietar el hecho de que los autodenominados «anarquistas» busquen aliarse con un antiguo miembro de la Ligue du LOL[1] o con los periodistas de L’Observateur en su pequeña cruzada contra la intolerable herejía del Manifiesto. La decadencia del humor es uno de los indices más seguros de la fascistización de una sociedad. Y la pérdida de toda lucidez intelectual suele preceder a los grandes horrores históricos.

El objetivo del Manifiesto es explícito desde su introducción: el epíteto «conspiracionista» constituye un arma retórica de descalificación dirigida contra todos aquellos que buscan comprender las fuerzas que arrastran a esta civilización hacia un desastre a fin de cuentas rentable, contra todos aquellos que se niegan a resignarse a semejante destino. Prestar consistencia teórica a esta categoría, manejarla como una evidencia, es de facto ponerse del lado de la dominación, cualesquiera que sean los edificantes motivos que se aleguen. Con el Manifiesto hemos intentado aportar, como siempre hemos hecho, una inteligibilidad estratégica de los procesos en curso. Al constatar cómo este libro anticipa y hace legible la nueva «guerra fría» declarada tras la invasión de Ucrania, tenemos la impresión de haber hecho un trabajo útil. Nuestra proposición «política» es la de asumir la conspiración positivamente, como disposición a la conspiración contra los dueños de este mundo. Una proposición suficiente y banalmente autónoma, después de todo.

¿De qué modo puede servir la «conspiración» para comprender el papel de los Estados y las relaciones de poder?

¡He aquí una pregunta que, formulada desde la Confederación Helvética, no deja indiferente a nadie! En Suiza es difícil ignorar lo que significa el provechoso y organizado reino del secreto, o el discreto pero definitivo divorcio entre lo que se dice y lo que se hace. Muchos de los acontecimientos mundiales, vistos desde las puertas cuidadosamente cerradas de los bufetes de abogados, bancos, laboratorios o sedes centrales suizas, por no hablar de las reuniones extraoficiales de Davos, ofrecen una cara completamente diferente y algo más realista de lo que la vulgata histórica proclama. Obsérvese más de cerca la trayectoria de un gran filántropo como Stephan Schmidheiny, el magnate suizo del amianto condenado formalmente a 18 años de prisión firme por sus pequeñas masacres industriales, amante de las plantaciones industriales de eucaliptos en tierras mapuches y coorganizador de la Cumbre de la Tierra de Río en 1992. O la de su gran amigo canadiense Maurice Strong, hombre de negocios del petróleo, la minería, el agua y la energía, cofundador del IPCC y del Foro de Davos, gran capitoste de la Conferencia de Estocolmo sobre Medio Ambiente de 1972, de las Cumbres de la Tierra bajo la égida de la ONU y miembro ejecutivo de la Fundación Rockefeller, pero también inventor de la noción orwelliana de «desarrollo sostenible» e intermediario bien remunerado en el escándalo del programa de la ONU «petróleo por alimentos» para Irak.

También es instructiva la trayectoria, en el siglo XX, de pioneros de la propaganda como Walter Lippmann, oficialmente periodista y teórico, pero sobre todo asesor de presidentes y hombre de confianza de los servicios secretos estadounidenses y británicos. No contento con inspirar los 14 puntos de Wilson, teorizar cínicamente la necesidad de la manipulación mediática de las masas democráticas ya en 1922, organizar la conferencia fundacional del neoliberalismo en París en 1938 o propagar la noción de «Guerra Fría», conspiró literalmente toda su vida, llegando incluso a participar en la concepción de la CIA. La necesidad de una conspiración de las élites por el bien de la humanidad nunca le abandonó desde su afiliación, cuando era un joven estudiante socialista en Harvard, a la Sociedad Fabiana. Toda acción histórica comporta una dimensión conspirativa, simplemente porque el poder es una cuestión de lealtad personal; hay conspiración en todas partes y, en cierto modo, esto es una buena noticia. No son sólo misteriosos procesos impersonales los que arrastran a las civilizaciones hacia su fatalidad, existe también el poder de actuar, por parte de los dominantes, pero también de la nuestra. Si para los dominantes es tan importante negar la dimensión conspirativa en el ejercicio del poder, es porque conocen su potencia e intentan reservársela en exclusiva. Por nuestra parte, sólo nos hace falta la audacia de conspirar contra ellos, a ser posible de manera tan feliz como siniestra es la suya.

Tras algunas vacilaciones, finalmente hemos incluido la palabra «cibernética» en nuestro glosario (véanse las páginas 16-17). ¿Qué relación tiene con la «conspiración» de la que habláis?

¡Hacéis bien en plantear esta cuestión! Figuraos que Heinz von Foerster, secretario de las Conferencias Macy que apadrinaron la cibernética, dice exactamente lo siguiente sobre la década 1943-1953, en un texto que sirve de introducción a las transcripciones de estas conferencias en su edición zuriquesa: «Es la década de una con-spiración, un «respirar juntos» entre una veintena de curiosos, intrépidos, elocuentes, ingeniosos y pragmáticos soñadores que acordaron dejar que su diversidad fuera su guía». Por supuesto, la cibernética, como ciencia del control y de la comunicación, y como ciencia del control a través de la comunicación, reviste todos los estigmas del contexto en el que nació –la Segunda Guerra Mundial, el Proyecto Manhattan, el alistamiento de científicos, sociólogos, antropólogos, psicólogos, teóricos y profesionales de la comunicación, etc. en el empeño bélico estadounidense–, pero sobre todo lleva el sello de las fundaciones «filantrópicas» estadounidenses cuya principal preocupación desde los años veinte son el control social, si es posible a nivel biológico, y la «gobernanza» de las democracias industriales de masas, en particular a través de los mass-media, es decir, la preocupación por preservar el poder por parte de la fracción más conspirativa del Capital. Como ha mostrado Bernard Dionysius Geoghegan en Code, From information theory to French theory, la cibernética sirvió inicialmente para recubrir con un barniz «científico», «epistemológico» y en el fondo religioso, un proyecto político y antropológico de colonización interna de las sociedades occidentales –un proyecto consciente de ingeniería social–. ¡Por supuesto que era necesario incluir la cibernética en vuestro glosario!

Algunos pensadores tecnocríticos hablan de la autonomía de la técnica, cuando las cosas se hacen «forzado por las circunstancias». Vosotros desarrolláis este punto, al tiempo que lo equilibráis con una reflexión sobre quienes planifican este mundo-máquina. ¿Quiénes son esos «ellos» que contraponéis a menudo al «nosotros»?

Hay, del lado del capital, de sus burocracias gerenciales, de sus think tanks transnacionales, de sus fundaciones filantrópicas, de sus agencias de comunicación, de sus servicios secretos, en resumen, de su tecnocracia, un grado de reflexividad histórica y estratégica que nuestro orgullo se niega a admitir. En el fondo, es humillante dejarse timar por los mismos burdos trucos que ya utilizaba  Edward Bernays[2], o denunciados por Smedley Butler en su War is a racket, hace un siglo. Sí, fue British Petroleum quien lanzó la noción de «huella de carbono» en 2003 para difundir entre la población su culpabilidad concentrada en el saqueo de la vida en la Tierra. Sí, el modelizador del informe Meadows sobre los «límites del crecimiento» en 1972, Jay Forrester, no era otro que el jefe del proyecto Whirlwind en los años 50, que se utilizó para dotar al sistema de defensa antiaérea estadounidense SAGE con un ordenador adecuado, y nunca ha negado sus relaciones con el Pentágono. Y sí, no se trata sólo de que las industrias petroleras, químicas, tabaqueras o farmacéuticas lleven casi un siglo desplegando las más retorcidas estrategias de influencia para poder continuar con sus fechorías hasta el fin de los tiempos, sino que en realidad todo el asunto del «Medio ambiente», tal y como se plantea en los medios de comunicación es un señuelo lanzado deliberadamente por nuestros enemigos para neutralizar nuestra legítima venganza. Parafraseando a Deleuze, las estructuras que pisotean el medio ambiente son a tal punto excrecencias de las que se jactan de identificarse con él, que parecen dos funciones complementarias. No sin razón, cuando el conservador Haeckel apenas había inventado la «ecología», el comunero Reclus le opuso su mesología. Es bastante vertiginoso, pero cuanto más se acentúa y unifica planetariamente el despliegue tecnológico, mayor es la brecha entre las ontologías practicadas esotéricamente por los arquitectos del sistema y las ontologías obsoletas cuyo mantenimiento en la sociedad es asegurado públicamente. Lo único que importa a los dueños de este mundo es que su maquiavelismo se mantenga dentro de los límites de la «negación plausible». La obsolescencia programada es la manifestación más banal de la conspiración capitalista en nuestras vidas. La masa de crímenes sobre la que se ha construido esta civilización exige actualmente la liquidación de todo lo que no es ella, a fin de que, al no tener afuera, quede también sin juzgar. El crimen quisiera, habiéndose convertido en mundo, dejar de ser crimen.

En el panorama más bien sombrío que pintáis, uno se pregunta cómo podemos «conspirar» por nuestra parte –es decir, respirar juntos– o incluso cómo podemos simplemente «respirar»…

En realidad, es muy sencillo. Basta con encontrarnos, experimentar una percepción compartida del mundo, de lo que ocurre, de la vida que se desea, y dotarnos de los medios materiales, tanto cotidianos como ofensivos, para sostener y desplegar esta forma de vida singular. No pretendemos que esto pueda advenir sin guerra civil. Pero, después de todo, ¿no nació Suiza de una guerra civil hábilmente librada por campesinos armados?

 

* * *

[1] La Liga LOL es un grupo privado de Facebook de blogueros, periodistas, comunicadores y publicistas influyentes de Francia, cuyas supuestas actividades de acoso fueron objeto de un escándalo en 2019. [nota del editor]

[2] Publicista austriaco-estadounidense considerado como el padre de la propaganda moderna vía «relaciones públicas», trabajó para el gobierno estadounidense y la industria tabacalera. [nota del editor]