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El amotinado y la bruja

[Un texto de Olivier Marboeuf de 2012 que se escribió a propósito de los disturbios en Francia de 2005 tras la muerte de Ziad Benna y Bouna Traoré cuando, huyendo de la policía, treparon por una instalación eléctrica y se electrocutaron.

Aprovechando las recientes oleadas de fuego y preciosa venganza, este texto tiene reflexiones lúcidas e interesantes sobre el motín/disturbio como acontecimiento y forma de «acción política». El hecho que aborde el tema reivindicándolo por fuera de los prismas meramente sociológicos que no ven más que expresiones de malestar social y de potenciales demandas institucionalmente atendibles, ya lo hace digno de ser escuchado.
El disturbio como apertura fugaz a través de la cual se hacen perceptibles otros mundos, la multiplicidad de tiempos y cosmos que habita la Historia pero que se hallan eclipsados por la mono-ontología de los relatos dominantes en el paralelismo con el ritual mágico, donde el principio de transmisión pasa por la implicación del cuerpo en una práctica, en una performance; la vecindad del amotinado con la bruja, ambos figuras de la exclusión y de la fuga, ambos cuerpos espectrales e inasibles con una predilección por lo nocturno sobre los que se lanzan todas las maldiciones y todos los aparatos de captura.

La editorial Meteores va a sacar un libro (desarrollo a partir de este artículo) en primavera de 2024: https://editionsmeteores.com/a-paraitre/]

El amotinado y la bruja

Al igual que otros, durante mucho tiempo he tratado de nombrar lo que me parecía –y me parece todavía hoy– específico de los disturbios de los barrios populares que sacudieron Francia durante los meses de octubre y noviembre del año 2005. La muerte de dos jóvenes en Clichy-sous-Bois, en la región parisina, provocó en aquella época un incendio sin precedentes en los suburbios de varias grandes ciudades del Hexágono (Francia), lo que hizo que el acontecimiento ocupara un lugar destacado en la prensa nacional e internacional. Si las trágicas circunstancias de la muerte de los adolescentes perseguidos por la policía reforzaban un motivo tristemente recurrente en la historia contemporánea del motín, me parecía necesario detenerme un poco en la naturaleza particular del suceso para estudiar su dinámica, su vocabulario propio y, quizás, es la hipótesis que atraviesa este esbozo, su pertenencia a una historia innombrable.

¿Cómo captar esta irrupción? Aún más, ¿cómo recibirla? ¿Cómo podemos unirnos y aprender de ella? Plantear el disturbio como un principio secreto de transmisión y no como una ruptura de un orden social establecido era entonces la base de mi proyecto. Quería, así, intentar considerar los regímenes múltiples y simultáneos de la Historia de los que el motín sería un momento fugaz de percepción, dejándose entrever por un agujero en la pantalla de los relatos dominantes. En este sentido, me parecía necesario vincular los disturbios de 2005 a una cierta concepción de la historia colonial – un tráfico de nombres[1] – de la que me veo obligado a esclarecer aquí el tortuoso camino que sugiere un uso particular de la figura de la bruja.

Si he tardado algún tiempo en formular algunas hipótesis sobre estos disturbios, no ha sido debido a la naturaleza intrínsecamente sorprendente de su aparición, sino porque me pareció necesario – y durante mucho tiempo fue difícil expresarlo – prestar más atención al cuerpo mismo del acontecimiento, a lo que ocurre en él; lo que a menudo se ha asimilado, durante debates apasionados, a una insana fascinación por la violencia, e incluso a una falta de compasión por el sufrimiento social cuya manifestación evidente sería el motín.

En la práctica, todos los instrumentos críticos convocados para captar estos disturbios, cualesquiera que sean sus objetivos y obediencias, operan distanciándose del acontecimiento mismo, de lo que contiene como sentido propio. En este contexto concreto, no basta con colocar el motín al final de la cadena de un patrón sociológico acreditado, como punto culminante de la exasperación popular. Imaginarlo como gesto protopolítico – es decir, como palabra inarticulada a partir de la cual se trataría de producir un saber y un discurso a posteriori – es prescindir de la experiencia inmediata que propone, es ignorar el mundo mudo e invisible que ese momento particular permite vislumbrar y cuyos cuerpos de los jóvenes habitantes de los barrios populares serían las placas sensibles[2].

Sin embargo, los actores dominantes de la sociedad – los políticos en primer lugar – se apresuran a clausurar el acontecimiento, a tratarlo como un síntoma de un cuerpo enfermo al que cada uno administra sus remedios. La difícil mediación del acontecimiento, la opacidad que opone a los análisis a distancia y la implicación del cuerpo que reclama para acceder a su conocimiento, nos incomoda. Su estatuto de performance forma un régimen de inteligencia paralela que acapara toda nuestra atención – naturaleza completamente diferente a la de la manifestación, como veremos más adelante, si bien aún quedaría por desarrollar un análisis más detallado de algunos aspectos más radicales del carnaval que también contienen promesas de transfiguración de lo cotidiano en un registro transgresor.

Por supuesto, como sucede a menudo en el lado conservador del tablero político, estos disturbios no han dejado indiferentes. Los ejercicios de difamación, algunos de ellos remunerados, han llenado la escena mediática, buscando en los hogares negligentes y polígamos, en los sótanos donde coexisten las danzas giratorias y las oraciones islámicas, el escenario de una ficción contemporánea cuyos vínculos con los mitos coloniales deben alertarnos. Así, los desórdenes nocturnos de estos «salvajes»[3] no dejarán de alimentar nuestra reflexión, que comienza por el lugar más problemático y prolífico del acontecimiento: lo que contiene de innombrable.

 

DE LO INNOMBRABLE

Los disturbios pertenecen, por definición, a una categoría de acontecimientos difíciles de nombrar. Surgen sin avisar. En esto, se alejan radicalmente de los principios de la manifestación que, en su forma contemporánea, se ha transformado en un dispositivo predefinido de anuncios: recorrido, consignas, asistencia. El motín escapa por completo a este tipo de movilización – tanto en su forma como en el horizonte abstracto de la lucha. Hay una gran tentación de subordinarla a principios de causalidad y clasificarla en categorías significativas: disturbios por el hambre, disturbios antigubernamentales… Pero incluso en esta economía de pensamiento, «disturbios suburbanos» sigue siendo una definición superficial y el término «rebelión de los barrios populares» es una fantasmagoría que trata de tapar el vacío que crea precisamente esta situación particular en el sentido común.

El motín (se) escapa. Aparece sin pronunciar su plan y desaparece sin dejar rastro. Ningún discurso lo precede y, en el registro que nos interesa aquí, no se pronuncia ninguna reivindicación. En este momento del análisis, tal vez sea necesario centrarnos en esta ausencia, en esta estrategia del vacío que contrasta con la potencia visual que convoca el acontecimiento. Si parece posible destacar una dimensión particular de las revueltas de los suburbios desde comienzos del decenio de 1980 en la historia contemporánea de las emociones populares[4], es que aquí el acontecimiento en su propia forma hace resonar directamente a las poblaciones innombrables que son sus protagonistas, por lo que es indispensable volver a situar la situación en una perspectiva colonial para darle un nuevo espesor.

Como he señalado en textos anteriores[5], el acto de nombrar es uno de los protocolos del proyecto colonial que me parece muy significativo. Nombrar es una manera de sacar de las tinieblas, de iluminar, de hacer inteligible a costa de nombrar desde arriba. Recordemos que, desde los períodos coloniales más antiguos hasta los más recientes, la desaparición de los nombres de los colonizados – territorios, calles y personas – constituye en sí misma un modo de dominación y la redenominación un principio de apropiación. Ya se trate de la transmisión patronímica del amo hacia el esclavo liberado o del escamoteo de los nombres en el registro civil de la Argelia francesa, por citar sólo dos ejemplos, conviene ver aquí una empresa complementaria a la del proyecto moderno del colonialismo que repele los conocimientos, las prácticas y las formas de vida del colonizado a la oscuridad de lo primitivo.

No es casualidad que, décadas después, ese pueblo sin nombre se encuentre en el centro de los disturbios. «Jóvenes de los suburbios», «niños procedentes de la inmigración», «chusma», «salvajes», son numerosos los términos que expresan la difícil captura por las palabras de aquellos cuyo trágico destino prolonga esta historia innombrable. Conviene seguir analizando la constitución de la comunidad abstracta de los «jóvenes de las banlieus». Teniendo presente que esta categoría no abarca una realidad estable – no todos los jóvenes que viven en las banlieus son «jóvenes de las banlieus» –, me centraré en la constitución de este grupo minoritario, para el cual el disturbio puede ser considerado como uno de los ritos de identificación. Si bien está alimentada en gran medida por fantasías y prejuicios discriminatorios, y sus fronteras son borrosas, es inevitable reconocer que la identidad de los «jóvenes de las banlieus» forma una división efectiva en el corazón de la juventud, de aquella que viene a «arruinar» las manifestaciones más legítimas – como la que hace unos años se opuso al Contrato de Primer Empleo (CPE, contrat première embauche). Hay que tener en cuenta también que la emoción suscitada por la muerte de los jóvenes de Clichy-sous-Bois consolidó de la manera más evidente una comunidad de destinos trágicos – según un principio de identificación – que suscitó la indignación de la sociedad francesa en su conjunto ante el asesinato de niños. No se trata ya de jóvenes – figuras sagradas de la República –, sino de estos jóvenes. Cabe señalar que la separación de este grupo particular del resto de la sociedad abre, como en el caso de las brujas, la posibilidad de aplicar leyes de excepción.

Así comienzan a forjarse los rasgos comunes de nuestras dos figuras de estudio – el amotinado y la bruja – cuya desvinculación social se traduce invariablemente en la fabricación de un nombre por defecto y en la descalificación de las prácticas ocultas al servicio de una sociedad de vigilancia que, paradójicamente, coloca lo visible en el centro de su propio dispositivo de ocultación. El teatro de los disturbios de 2005, situado en el corazón de los barrios populares – a diferencia de los disturbios en el centro de la capital, por ejemplo – concluye definiendo una situación particular que, a su vez, brilla por su régimen de ausencia: hombres sin nombre, actores de una situación que no se puede nombrar en un lugar sin cualidad – que escapa totalmente al estatuto de ciudad. Los disturbios de/en los suburbios son un juego de sustracción, su principio activo es una tensión extrema hacia un momento que escapa al régimen de lo decible y al mismo tiempo – y no es la menor de las paradojas de su eco mediático – del régimen de lo visible.

Si volvemos ahora a la manifestación, vemos cuán notable es la diferencia con los principios que presiden el motín. Como hemos dicho, este último no responde a ninguna forma de movilización militante, es decir, a ninguna proyección en un horizonte más allá del acontecimiento mismo. Retomando la fórmula propuesta por Philippe Pignarre e Isabelle Stengers[6], se trata más de una receta que de una teoría, es decir, más de una práctica que de un proyecto. Esto tiene consecuencias, entre otras cosas, en su forma, su dibujo. Allí donde la manifestación contemporánea es una procesión, un recorrido de un punto simbólico a otro, una toma de la ciudad que toma prestada de ella los principios urbanos más significativos – por ejemplo, el trazado de las avenidas –, el motín desgarra literalmente la ciudad. Es una estriación en el sentido de Deleuze y Guattari que dibuja como antaño los skaters – antes de los skateparks – trayectorias invisibles en el diseño urbano. Un acontecimiento informe que escapa a la reificación aunque se inscriba en el ritual y que convoca, así, al repertorio de travesuras y de saberes ilícitos acumulados por una comunidad provisional unida por una dinámica transgresora. Donde la manifestación propone una relación de fuerza guerrera, una línea de frente donde el número produce tanto sentido como legitimidad, el motín se fuga sin cesar, no avanza ni va a ninguna parte. Contrapone a la relación de fuerza un principio de inquietud por sustracción de los cuerpos. Hace literalmente el vacío y ocupa gustosamente el territorio de la noche, espacio del fantasma y de la transgresión. Deberíamos extendernos más de lo que nos es posible en este contexto sobre todas las consecuencias de esta inclinación nocturna que vincula significativamente los disturbios de los suburbios con los rituales mágicos y retornar a nuestra lectura del cuerpo invisible que pone en escena. Señalemos desde ya que el motín no ofrece ninguna toma, ni en sus formas ni en sus palabras, y mucho menos en sus actores, cuyo sigilo es quizás la característica que los inscribe más significativamente en el mundo contemporáneo.

Así pues, es a un espectáculo paradójico al que nos han invitado las aperturas de los telediarios y las portadas de la prensa. Durante semanas, el motín llenó la pantalla de su vacío. ¿Qué vemos? Fuegos en la noche, jóvenes escurridizos y sin rostro, cuerpos ágiles que desaparecen a voluntad en la oscuridad o detrás de pantallas de humo según recetas para evaporarse de las que no sabemos nada. Algo que se niega a la toma, pero que crea un señuelo fascinante de inquietud. Una posesión. Como todo ritual mágico, el motín es un momento fugaz de percepción de lo invisible. Corresponde a un momento de intensificación, a una carga. De repente se eleva el nivel de percepción y vemos, como surgiendo de la nada, otro espacio social con sus connivencias, un momento donde se agrega todo lo que se ha producido en secreto, prácticas ilícitas como las de las brujas cuyo modo de transmisión – como en todo ritual – se inscribe ante todo en una práctica, en una performance. Hay que comprometer el cuerpo para recibir ese conocimiento que no se pronuncia. De mantenerse al margen, no se comprende literalmente nada. Es un pensamiento a través de la experiencia. Así como el rito vudú revela en la noche la sorprendente pulsación de otro mundo oculto durante el día, el motín no es una ruptura, sino, como tratamos de imaginar aquí, una comunidad secreta que se revela brevemente antes de regresar a su anonimato. El cuerpo fantasmático de estos jóvenes encapuchados es ese cuerpo anormal que, como el niño hipopótamo del relato de Tobie Nathan, nos advierte de que existe otro mundo, más allá de lo visible[7]. Tanto al autista de Nathan como al joven de los suburbios les reservamos la misma exclusión porque no nos dicen nada, nada que pueda encontrar su lugar en nuestro sistema de pensamiento. Sin embargo, es a esta singularidad a la que me parece urgente dar cabida.

 

DEL DEVENIR-BRUJA

Para llegar a esta idea de bruja, tengo que pasar de nuevo por la propuesta de Philippe Pignarre e Isabelle Stengers de declarar el capitalismo como un «sistema de brujería sin brujos»[8]. Volvamos a ello y cambiemos quizá un poco la perspectiva. «La brujería capitalista» de Pignarre y Stengers es literalmente un ejercicio de desencantamiento. Nombra los principios y los actores de un sistema de brujería que literalmente opera a través de nosotros.

Para dramatizar el «no sabemos», nos hemos arriesgado a llamar al capitalismo «sistema de brujería sin brujos». Es un nombre, no una teoría. Nombrar es un acto que suscita el pensamiento y la sensibilidad – por eso no estamos dispuestos a abandonar el nombre «capitalismo» – y en este caso se trata de intentar suscitar una relación atenta – siempre es necesario estar atento cuando hay operaciones brujas – a toda referencia natural y legítima que fundamente un juicio que clasifique, es decir, a todos los tipos de «nosotros sabemos» que supone la clasificación[9].

El principio mágico que describen los autores en relación al capitalismo alude al control específico que ejerce y al talento que desarrolla para eludir las objeciones y los ataques, combatiendo sin hacer frente y coaccionando sin atrapar. Su objetivo es aprender a protegernos tratando de identificar qué es lo que nos hace vulnerables a este hechizo y nombrándolo.

Quisiera retomar esta idea por mi cuenta y darle la vuelta, considerando que una de las respuestas a este sistema capitalista bien podría ser situarse en lo innombrable, es decir, resistir a la captura como él mismo lo hace, desarrollando prácticas que escapan al desencantamiento, prácticas opacas, operaciones múltiples y acéfalas, transmisiones de saber, de trucos y de recetas a sus pares sin pasar por un modo declarativo sino permaneciendo en el modo de un rito que implica una co-presencia de los actores que performa una comunidad. Es en este régimen que me propongo pensar la potencia particular de los disturbios como los del año 2005 e inscribir a sus autores en un devenir-bruja. ¿Por qué preferir el término «bruja» a «brujo»? En primer lugar, porque el brujo es un título inscrito en el orden social. Junto al jefe, es el intercesor privilegiado entre lo visible y lo invisible, el depositario de las medicinas y de los ritos. No ocurre lo mismo con la bruja. El desplazamiento vertiginoso que provoca aquí el paso de un género a otro es un fenómeno que merecería por sí solo un largo estudio. Recordemos aquí que el término «bruja» no es un título, sino un intento de captura por parte de un poder de aquello que se le escapa. Lo que escapa al orden social y sexual – la mujer que vive sola – pero también a la economía capitalista – el retiro, la automedicación, la autogestión, la cultura de subsistencia.

Así, a aquella que se mantiene fuera del alcance de la captura capitalista se le lanza hechizos y oprobios convirtiéndola en una bruja, en un ser malvado, tal y como suelen relatarse las terribles costumbres de los «salvajes» de ayer y de hoy. Por ello, el devenir-bruja se inscribe como la expresión invariable de una marginalidad innombrable. Diremos que «este joven ha devenido-bruja» para expresar su fuerza inasible, su potencia insondable, pero quizás también su extrema soledad, su desprendimiento definitivo del cuerpo social mayoritario. Se crearía, de este modo, un invariable femenino, como una manera de proponer una primera herramienta a la inmensa construcción que supone una historia de lo innombrable.

A diferencia de la palabra bruja que aparece como una descalificación y una captura de aquello que se fuga, el devenir-bruja que proponemos no es una confiscación. Aquí no fijamos ningún objeto. Se trata más bien de un movimiento sin ideología, un movimiento de prácticas y de recetas del que ya se habrá comprendido que convocan y solicitan un cuerpo sustraído al conformismo.

Atribuir este devenir-bruja a los insurrectos de los suburbios – partiendo del principio de que sus manifestaciones se (nos) escapan – puede resultar perturbador. Pero es el efecto de esta perturbación lo que estamos tratando de transmitir. Al feminizar una situación que rápidamente tendemos a pensar como nada más que un derivado del arte masculino de la guerra, estamos tratando de recibirla de otro modo y de abrir la hipótesis de un género indefinido que sería el atributo de ese cuerpo extraño – el del amotinado y el de la bruja – que se ha vuelto inaprehensible en virtud de una ciencia desconocida, es decir, positivamente invisible de una manera otra. La brujería que hemos convocado aquí es tan valiosa para nosotros por su oscuridad. Cuidar de la oscuridad nos parece que puede ser un proyecto político ambicioso y una ecología necesaria. Cuidar de lo que no vemos, de los espacios de donde puede surgir lo (y los) que no conocemos, es otra forma de llamar a esa relación atenta que Isabelle Stengers convoca. Un cuidado del espacio vacante, del espacio de los márgenes, una simpatía por la sombra. No se sacará, aquí, a la bruja del fondo de su bosque para exponerla a la luz, sino que se conservará la cualidad opaca de su ecosistema que impide la violencia de un presente sin horizonte ni secreto, la ilusión de la transparencia que no es más que un nuevo avatar de la ocultación del poder que opera a través de nosotros[10]. Nos guardaremos bien de reificar a la bruja, de hacer de ella una heroína, un modelo – aunque sea disidente. Permanecerá aquí un horizonte, un devenir, adjetivo más que sustantivo, femenino pero definitivamente singular. Un método para desaparecer antes de ser capturado, pero también para surgir sin previo aviso y hacer el regreso. El devenir-bruja como signo de una historia secreta que vuelve, de un hechizo de la historia, una espectrología.

Olivier Marboeuf

 

[1] Olivier Marboeuf, «La Possession de Vanneste», Mouvement, nº 63 (primavera), 2012, p. 94-96.

[2] Tomo prestada esta expresión del artista Simon Quéheillard.

[3] Debemos esta expresión a Jean-Pierre Chevènement, entonces ministro de Interior.

[4] No puedo estar de acuerdo, en este punto, con el trabajo del antropólogo Alain Bertho (con quien, sin embargo, comparto varios análisis), que está tratando de crear una categoría transnacional del disturbio en la era de la globalización.

[5] Olivier Marboeuf, «La Possession de Vanneste», Mouvement, nº 63 (primavera), 2012, p. 94-96.

[6] Philippe Pignarre e Isabelle Stengers, La Sorcellerie capitaliste, Paris, La Découverte, 2005.

[7] Tobie Nathan e Isabelle Stengers, Médecins et Sorciers, Paris, Les Empêcheurs de penser en rond, 2004.

[8] Philippe Pignarre e Isabelle Stengers, La Sorcellerie capitaliste, op. cit., p. 59.

[9] Isabelle Stengers, «Pragmatiques et forces sociales», Multitudes, nº 23 (invierno 2005-2006). En línea: multitudes.samizdat.net/Pragmatiques-et-forces-sociales [consultado el 28 de septiembre de 2012].

[10] «El arte de la ocultación alcanza hoy un nivel sin precedentes. Pero, como notable novedad, en vez de jugar al escondite con la realidad, ahora se expresa en la superficie misma de las cosas, en lo que es inmediatamente evidente, con esa forma perversa de ponerlo todo a la vista para hacerlo invisible», Bruce Bégout, «Making of. En las escenas de las fábricas del sueño», en Didier Ottinger (ed.), Dreamlands: Des parcs d’attractions aux cities du futur, París, éditions Centre Pompidou, 2010, p. 286.